viernes, 11 de enero de 2013

Ganas de toros


Que esto no para. Que el tiempo no se detiene, aunque a algunos de cuando en vez se nos pare el reloj por dentro y pensemos que el mundo se apea del mundo. Pero no. Esto no para.

Enero se dispara, los días crecen. El campo despierta, la vida emerge entre el hielo y las nieblas. El runrún de nombres y carteles, las cábalas a media voz, los teléfonos echando humo. Ciudad Rodrigo ahí, a tiro de piedra, vistiendo ya sus calles de talanqueras, ensamblando tablones para erigir la plaza de febrero, la del Carnaval del Toro, que culmina el hambre de los chavalines que quieren ser toreros, que aún sueñan al pie de los cercados y de las encinas.

Tenemos ganas. Hemos matado el mono pisando la tierra húmeda de las dehesas, desafiando los vientos de invierno que cortan como cuchillos, echando la pinta de aguardiente cerca del fuego donde se ponen al rojo los hierros y los guarismos, santo y seña. Hemos esperado a la madrugada pendientes de un enlace pirata para ver a trompicones los toros de la México. Hemos visto la ‘re-re-re-redifusión’ en el Plus de aquella tarde que ya nos sabemos de memoria. Sí, yo he pecado. Yo confieso.

En octubre estábamos hastiados. Esta vez es la última. El año que viene ya no más. Hartos de aficionados que van a la plaza con un ojo tapado para ver el vaso medio lleno o medio vacío, según convenga. Toristas y toreristas, ultras del p’acá y p’allá y venga con la tabarra, como el rayo que no cesa mientras nos sacuden leña a destajo en otros frentes y nosotros nos fracturamos más y más sin atajar la clave del cemento en los tendidos. Pero ya se acabó. Ya no más. El año que viene ya no.

Y aquí estamos. Con ganas de toros, a pesar de este sindios, de esta falta de cordura, de la codicia de los jerifaltes del monopolio y las palmas con las orejas de sus voceros. Aquí estamos a pesar de todos ellos. Sacudiendo el monazo, reservando fechas en la cabeza a partir de marzo, descontando los días. Locos por sentir el frío del tendido en el culo y el cosquilleo en el estómago antes de que se abra la puerta de toriles. Locos perdidos, con la que está cayendo.

Aquí estamos. Rascándonos el bolsillo en un país donde a los pobres nos putean y a los ricos les inyectan pasta, pero hasta eso se nos olvida si Morante pega una media que no se acaba o si un toro se arranca al caballo como quien acude a un despacho a recibir una condecoración. Aquí estamos cargados de buenos propósitos, en el kilómetro cero de la esperanza. Locos para ver, para sentir, para vivir una nueva temporada, a ver si por fin alguien pone un poco de orden en todo esto y sienta las bases de una nueva forma de contar, de explicar el toreo y su mundo, que se cifra en los euros del siglo XXI y se escribe con la grafía del siglo XIX porque siempre se hizo así, y lo que siempre se hace así no tiene discusión para mayor gloria del oligopolio de algunos.

Aún así, aquí estamos. Con ganas de toros. Locos perdidos. Y ahí, en esta locura, en esta esperanza, en esta fe inquebrantable, en todas las incógnitas que iremos despejando peregrinando de plaza en plaza, reside la verdad, la fuerza, ese misterio que hace tan grande el toreo, por mucho que nos sacudan. Porque siempre volvemos a este kilómetro cero, a este enero en que los días crecen y la vida emerge en el campo.


(Este artículo se publicó ayer en Cultoro, donde podéis leerme todos los jueves. La foto, también de Cultoro, es de una trinchera de Morante en Sevilla. ¡Qué ganitas!)

jueves, 30 de agosto de 2012

Manolete, vertical sobre la muerte

La muerte sobrevino de madrugada, como todo lo que no hace ruido. A las cinco, tendido de penumbra. Sin luna, sin alba, como si no fuera a salir el sol después, ni ya nunca. Pero la muerte estaba escrita en la arena de Linares, en la piel negra del toro de Zahariche, en aquel pitón certero, encontronazo de muertes en la hora de la espada.


La muerte iba bordada en palo de rosa, en el hierro de Miura, en aquel agosto de Linares que derretía cualquier esperanza contra la cal de las fachadas, contra la canícula de los empedrados, de las tardes sin tregua.

Después, sólo la sábana. Y el silencio. Ese silencio que impone la muerte junto a la almohada, el olor sin alma de los hospitales. Y el lamento de Lupe, hondo como la tierra cuando revienta, ahí al lado, con la pared de por medio como un muro dividiendo en dos todo lo creado. Amor mío. Vida mía.

La claridad amañando el día mientras España imprimía en letras grandes, negras, la muerte. El nombre, las cuatro sílabas del torero más grande de todos los tiempos: Manolete. El héroe muerto en Linares, como si se quebrase el mundo, Córdoba tan lejos. El hombre muerto como un Cristo Yacente sobre lo blanco. El escalofrío en la memoria del pueblo, que es la única memoria histórica que conozco. La muerte de boca en boca, la muerte en las barras de las tascas, en los portales, sobre el papel, en la calle, en el mercado, en los cromos infantiles de aquellos niños de Postguerra. Dice mi padre que el más difícil de conseguir era el de la cornada. Muerte. Y aquel nombre haciéndose inmenso a fuerza de no desgastarse. Manolete. Manolete muerto. Muerto, muerto. Muerto.

La muerte en la lengua de todos, ya para siempre. Manolete al otro lado de la vida, tan por encima, con la muerte a las espaldas, en las muñecas, en la cintura. Así lo contaba mi tío Paco, testigo de excepción del día que España se moría en Linares, presente en el callejón aquella tarde, por cuya boca escuché de primerísima mano cuanto allí aconteció. Aquella muerte disfrazada de prisas y nervios, aquella muerte disfrazada de esperanza sin espera, ya sin tiempo. El héroe enjuto, el alma afilada, la elegancia vertical de una muleta donde lo natural se hacía cierto, donde las leyes se desvanecían en un orden nuevo de las cosas. Y aquel viaje sin destino. El precipicio en el vientre de la madre, desandando kilómetros en la madrugada para acunar como una Virgen de Angustias al hijo ya muerto en el regazo, recién descendido de la cruz sin sangre de un tabacazo en la femoral. El último cigarro. La última bocanada sin besos.

Aprendimos su nombre en el viento, por las mismas lenguas que decían muerte cuando empezaba la vida para siempre. Manolete. Nunca lo vimos torear, pero lo recitamos como una letanía contra los siglos; aprendimos a recorrer su nariz aguileña, su perfil de macho de otro tiempo, los párpados lánguidos, el mentón hiriente en su gravedad. Su silueta vertical imponiéndose frente al mundo citándolo como un junco erigido en medio de la nada. Intocable, inalcanzable. Manolete.

La eternidad vino de madrugada, como todo lo que no hace ruido. Sin anunciarse, rosa palo y amanecer ya siempre. A las cinco, tendido de luz en ciernes, memoria y milagro. Manolete en el ruedo, vertical; erguido como los pilares de la tierra.

Inquebrantable, en pie sobre la muerte, trascendiendo a su propia leyenda. Manolete inmortal, ya siempre, de Linares a la gloria, así pase el tiempo.


(La columna está publicada en Cultoro)

martes, 28 de agosto de 2012

Digo Diego, digo Urdiales

Te recordaré siempre ahí, en esa arena negra donde los toreros parecéis figuras coloreadas sobre un viejo fotograma en blanco y negro. La arena gris de Vista Alegre. La misma arena donde hace dos años dictaste, rosa y oro, una lección de tauromaquia tan inmensa que de cuando en cuando necesito verla para que no se me olvide que todavía se torea así, que todavía quedan toreros que honran a la vieja escuela con aires de toreo eterno. Esa lección que deberían ver al menos una vez en su vida los que sueñan con ser toreros de verdad.


Porque tú acaricias el sueño. Y lo construyes desde los cimientos, con las zapatillas clavadas como un árbol de raíces inabarcables. Ahí, Diego, azul Bilbao y oro, tan azul, tan lleno de torería en el ruedo, creciendo en cada toro hasta agigantarte en el último de la tarde –Javier Castaño camino del hospital-, presentando una vez más esas credenciales que son ya un clamor para que las empresas te den, ya sin pelea, el sitio de honor que te has ganado sin volver jamás la mirada, sin desandar los pasos.

Tú acaricias el sueño. Lo hilvanas con puntadas invisibles en el capote, para desplegarlo sin pecado en una media eterna con signo terracampino, memoria de Villalpando, tan de seda, tan en los medios del mundo, tan contra el tiempo, amarrando la eternidad en la cintura. Ese concepto tan de verdad, desgarrado como un cante jondo, sabio como un vino de Rioja con poso de siglos, valiente como quien acude a una cita sin guardarse nada, dejando pasar a los toros por la barriga, tan cerca de donde late todo, como si pudiera fluir el alma desde la muleta y después romperse, abandonarse en naturales cuyo trazo no se acababa nunca. Azul Bilbao y oro, azul Diego Urdiales sobre el albero cárdeno, frente al cárdeno toro de Victorino, que vende cara su muerte cárdena.

Así, Diego, impasible ante la voltereta anunciada, aceptada como el Cáliz del Cristo del Huerto de los Olivos, que asume que en el camino hacia la gloria es preciso cargar con la cruz, morir en el Monte de las Calaveras y resucitar después para imponer la vida como dogma inamovible. Hecho un tío. Inmenso. Firme como un milagro que no quiere salir de su santuario, sin poses ni alivios, elevado sólo sobre la fe. Tan cierto en tus convicciones, rozando lo perfecto, macizo, rotundo, más allá de la belleza y del temple. Tanto, que daban ganas de decir ‘amén’, aunque Bilbao, en el norte, sin norte, no supiera por dónde andaba.

Digo Diego y digo torero. Digo Diego y digo grande. Digo Diego y recito un credo. Porque creo en un tiempo que pondrá cada cosa en su sitio, cada nombre en su justa parcela de la memoria.

Digo Diego y digo Urdiales. Y no queda nada por decir, si todas las palabras quedaron escritas en la arena, en la tarde última, en la verdad azul de la seda cosida a la piel, a la carne, al alma, al hambre eterna de ser alguien, de saberse. Azul Bilbao y oro.

Digo Urdiales. Digo Diego. Diego Urdiales, sí. El torero. El toreo.


(Columna publicada en Cultoro . La imagen es de La Rioja.com, de Miguel Pérez-Aradros)

sábado, 18 de agosto de 2012

Fernando, la Cruz


Ha tenido que sobrevolar la muerte. Ha tenido que ser la sangre, la brecha en el estómago, la que les recuerde a muchos tu nombre. Fernando. Fernando Cruz. La cruz del toreo.


La cruz de tantos días en blanco soñando toros desde la niñez. La cruz de las puertas cerradas, de los despachos desmemoriados y los teléfonos que nunca suenan. La cruz de no haber entrado en el juego de cromos que se traen los empresarios que confeccionan carteles de intercambios a los que difícilmente acceden los toreros modestos que no tienen quien les escriba, quien les mueva los sutiles hilos con que se sujeta el sistema.

Mientras escribo esto, Fernando Cruz se recupera en una UCI de Madrid de un tabacazo en el día más taurino, más torero del año. Un tabacazo por donde se le ha podido ir la vida. Y probablemente no le hubiese importado morir en el epicentro de sus sueños, en esa Plaza de las Ventas que ha sido testigo de su toreo de verdad, de sus impecables maneras de andar, hacer y mandar en la cara del toro. Pero nació Cruz, con la cruz de los independientes a cuestas. Con la cruz de los parias sin padrino. Con la cruz de que no basta ser un torero de pies a cabeza para acceder al circuito de las ferias sin dejarse jirones de dignidad por el camino, rebajas en los salarios, tragaderas más anchas.

La cruz de saberse y sentirse torero y no poder pisar el albero por políticas de quita y pon, de intercambios rastreros que garantizan inmerecidas tardes a quien no las pelea y sacude de un plumazo a los que se ganan cada comparecencia a cara de perro, hasta vaciarse enteros, como aquella tarde de agosto con dos de Victorino en San Sebastián, cuando Illumbe tembló desde los cimientos conmovidos ante la belleza de su capote, ante los lances puros, la verdad y la hondura de su muleta domeñando a la bestia.

Fernando nació con la cruz, el veneno del toreo. Con voluntad de hierro y corazón limpio. Soñaba, sueña el toreo. Desde niño, cuando apenas sabía escribir y ya lo escribía en cartas a su padre, como quien escribe una declaración de intenciones, un compromiso para toda la vida. Y lo atesora en sus muñecas, por los poros. Se nace o no se nace, igual que uno se muere de verdad cuando un toro le mete más de una cuarta de pitón por el vientre. Sobrevivir es el milagro. Dentro y fuera de los ruedos.

Espero, torero, que ese #FuerzaFernandoCruz que te manda el universo taurino como grito unánime, como oración por tu vida, se transforme mañana en un #JusticiaparaFernandoCruz. Justicia para los toreros que merecen ser reconocidos por sus tardes de gloria, por las lecciones de valor, honradez y oficio que rubrican en la arena; no por la foto mil veces repetida del de Gavira abriendo un precipicio por donde despeñar vida a raudales. Esa foto que no quiero ver, esa cruz en forma de asta donde inmolar a un torero después de cargar con la otra cruz, la más pesada, la del silencio del día a día.

Espero, Fernando, que dejes de ser la cruz del toreo. Que las cosas te vengan de cara, que muestres en plenitud el toreo caro con el que te bendijeron los dioses. Que la vida te muestre una cara más amable después de sobrevivirla.

Dios te guarde.



(Artículo publicado en CULTORO. La foto, con un tío de Cebada, está tomada del Facebook de este torerazo. Mucha fuerza!!)

lunes, 6 de agosto de 2012

Bienvenida, pequeña Sabela


Esta madrugada, mientras Salamanca dormía, llegaba al mundo Sabela predicando la vida, rompiendo con su primer aliento la gravidez de la luna de agosto, la calma silente del Tormes frente a la ciudad dorada; llamando con sus minúsculos nudillos a la puerta de la alegría en casa de Javier y de Chus.

La esperábamos con el corazón abierto, la cuna en los brazos. La esperábamos como un pequeño milagro, como una sonrisa de Dios sobre todas las cosas. La esperábamos como una promesa desde lo hondo de la tierra, desde el vientre de su madre. Bendito sea el fruto.

Está cumplido. Sabela ya está entre nosotros, carne y ternura, presencia, caricia.

Nosotros algún día te contaremos quién es tu padre, ese torero que hoy viste orgullo y oro, amor y oro siempre, para que sigas la huella, la dignidad de sus pasos en el albero de la vida -el más difícil- bajo la sombra protectora de Chus, tu madre, que siempre está ahí aunque nunca se muestre, con la ciencia de quien sabe esperar; con la confianza que da la fe sin quebranto en el otro; con la magia de quien cura con los ojos y consuela desde el silencio, tan cerca, siempre al lado. Qué suerte tienes, Sabela, de nacer bajo la urdimbre de su sábana, sangre de su sangre, don de la vida, novia para siempre del verano.

Bienvenida al mundo, pequeña Sabela. Alegría, esperanza nuestra; pequeña ventana con vistas al futuro, milagro del amor en este agosto que ya canta tu nombre.

Bienvenida.



sábado, 14 de julio de 2012

Mientras Pamplona cantaba


Aquel año ni los hijos ni los nietos corrieron los encierros. Mientras los mozos se preparaban y calentaban los músculos, la familia se turnaba para acompañarla en el Hospital, donde aquel silencio aséptico nada tenía que ver con el bullicio de las calles, la alegría de los mozos, los cánticos ante la hornacina junto a los corrales del Gas, la emoción del toro, los sones de los txistus acompañando a los gigantes en su paseo de media mañana y las apreturas en los tendidos. Sólo el resplandor de la noche, con los fuegos artificiales encendiendo de pólvora el cielo, recordaba que la ciudad festejaba al santo de capote milagroso; que los balcones se poblaban de niños por las mañanas mientras los jóvenes emprendían la retirada después de apurar la madrugada en cada sorbo.

Aquel hospital vestido de San Fermín todo el año, con el blanco de las batas y el rojo de la sangre, pañuelo invisible que nos recorre por dentro, que nos insufla la vida. Aquel calendario tan distinto, tan sin sentido. Allí no llegaban los pasos apresurados por las calles húmedas; los topetazos contra las talanqueras, la adrenalina disparada, la urgencia de las curas a pie de calle, la algarabía que recibe a los astados cuando llegan a la plaza.

La fiesta tocaba a su fín. En el aire aún quedaba el perfume del último toro, la última estocada, el silencio que precede a las despedidas, que duele tanto; el corazón de una ciudad que recuperaba su ritmo.

Anochecía. Alguien, uno de mis primos, abrió la ventana para recibir el alivio de las noches de julio. Aquellas noches tan distintas. Silencio. Y a lo lejos, como un susurro, un cántico, el broche de las fiestas, el fin del ciclo de la vida. Pobre de mi.

Por aquella ventana escapó el último latido y vino dulce la muerte, después de tanta vida, tantos besos, tantos abrazos, tanta energía. Después de aquel cáncer cabrón que la venció desde dentro. Mi tía Cobi, la mayor de las hermanas de mi madre, se nos moría mientras la ciudad cantaba y se desanudaba el pañuelo.Vigilia de velas, de miles de almas, de miles de gargantas. Madrugada del catorce al quince de julio en Pamplona.

Aquí, en la tierra, te seguimos queriendo.

(La foto es de Mikel Sáiz, de Sanfermin.com)

miércoles, 6 de junio de 2012

Si hoy no fuera


No hace falta una conjunción planetaria ni un conjuro a la luna última de la primavera. Ni magia, ni vudús, ni ritos ocultos más allá del misterio de un capote incomprensible, inexplicable como todo lo que brota desde lo más profundo.

Morante vuelve hoy a Las Ventas y junio se viste de incienso, perfumando el verano que se anticipa en las ventanas. Incierto como quien aguarda algo que no llega, firme como aquellos que siguieron a pie a Jesucristo en su revolución del espíritu, hasta la cima del Monte de las Calaveras. Así hoy, en el día sexto del mes sexto, el cielo en calma mansa, este silencio plomizo, estas nubes cárdenas que hacen del tiempo una capilla y de la fe una liturgia. Yo creo.

Creo con la fe irracional de quien necesita un punto donde agarrarse para que no se mueva el mundo. Y tú ahí, Morante, en el ombligo de la arena, inventando el agua para la sed, la lluvia entre tanta sequía. Y esta espera por si es hoy la hora para mostrarle a los demás la grandeza inconcebible, el trazo perfecto, sin cánones, de tu muñeca dibujando prodigios mientras pasa Venus por el sol y se enciende de claridad el ruedo, el latido, Madrid rugiendo con la voz verdadera del toreo verdadero.

Yo te espero un día más sin prisas. Con la fe inquebrantable de quien ya sabe, de quien ya ha visto, de quien no necesita una llaga donde empapar el dedo en sangre para calibrar la herida en el costado. Me basta la fragilidad de la seda, la cintura rota, el mentón hincado en el pecho, la suavidad de un lance donde quepa la historia de la Tauromaquia hecha instante, esculpida en una peana de albero. Una media eterna de tres sílabas. Tu nombre.

Y si hoy no fuera, te sigo esperando. Y rezo tu credo desandando los minutos hasta el cerrojo de las siete.

Si hoy no fuera.



(La foto es de Juan Pelegrín, que es parte de este blog sin pedir permiso. Gracias por tanto)