jueves, 6 de octubre de 2011

Gracias, infanta


Me va a permitir, señora, que por una vez le otorgue a usted la realeza en la que no creo, si de siempre defendí que todos los hombres somos iguales desde la cuna y que la sangre es roja para todos, como el traje grana que visten los toreros de postín; como la misma sangre que vemos derramada sobre el albero, la que apuestan día a día los toreros, que tienen en sus manos el cetro de la vida, la puerta del palacio de la gloria.

Confieso que desde miña sólo creo en una monarquía verdadera, la de los Reyes de Oriente, aunque con el tiempo me rendí a una segunda corona, la de Su Majestad El Viti, sobrio y solemne como la encina, majestuoso. Real como la sangre. Real como la misma vida. Carne y hueso, y más allá, lo inmortal de los héroes.

Pero la ví el otro día en el palco y me dieron ganas de ponerme a sus pies. De ceñirle una diadema en la frente, de otorgarle esa realeza que no es real, o nunca me lo ha parecido. Porque la ví dando la cara, flanqueada entre sus hijos, que asistían a la primera lección de tauromaquia de su vida. Dos niños que pudieron ver de cerca a dos reyes de verdad, vestidos de seda y oro, sobre un palacio redondo con albero por suelo y las estrellas en la cúpula. Dos niños que aprenderán a su lado que hay un rey en las dehesas y los cercados, tocado por dos pitones como las aristas afiladas de una corona en cuyo peso va la cara y la cruz: la vida del héroe, la muerte del bravo, la lucha de poder a poder.

Gracias, infanta, por la valentía. Gracias por el gesto. Gracias por el apoyo incontestable a la tauromaquia y a todo lo que representa entre este pueblo que, sí, ahora sí, es el suyo. Porque cuando el otro día se asomó al palco real y vi la mirada grave, sorprendida y maravillada de sus dos hijos, sentí cómo se asomaban los siglos de su estirpe al balcón del futuro, a la grandeza, a la continuidad de este milagro que convierte a los hombres en reyes por decreto de una espada, según las constituciones que dicta el capote sobre el viento, la muleta que escribe sus nombres en la tierra. Y en esos reyes, señora, está visto que creemos las dos.

Larga vida a su majestad el toro. Larga vida al misterio, al prodigio, del toreo.


(La foto es de Muriel Feiner, de burladero.com)

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