Lo recuerdo como aquel chaval de pocas palabras que hace veinte años visitaba de cuando en vez la redacción del viejo 'Correo de Zamora', siempre acompañado de su tío Juan que, a falta de cuartos y de padrinos, invirtió en su afán de ser torero la fe a fondo perdido y una sonrisa en los tiempos más duros, cuando vio que aquel sueño se quebraba y decidió cambiar la muleta por un par de rehiletes, pulir en plata un futuro que en oro se antojaba poco menos que imposible.
Aquellos primeros pasos sobre el albero siempre fueron ligados a mis primeros paseíllos sobre las letras, sobre la tinta negra que emborrona el blanco papel de los periódicos. Y ahí, en las hemerotecas, quedó escrito el nombre de aquel chaval de Guarrate que llevaba el toro tatuado en el alma, con la hondura que imprime el poso de esa tierra, La Guareña, que no se entendería sin la piel del bravo extendida sobre su historia.
Podría escribir desde la lealtad de muchos años de amistad, desde el reconocimiento a su eficacia, a su discreción, a su conocimiento de los terrenos, a la prudencia que se convierte en un cheque de vida para los toreros que tienen la suerte de que Javier Gómez Pascual les guarde las espaldas. Pero me quedo con aquel Javier gravemente lesionado que volvió a los ruedos a golpe de tesón y ganas, de una afición desmedida, torero las veinticuatro horas, después de pasar no sé cuántos calvarios en la intimidad, a puerta cerrada, que es donde se lidian las grandes faenas de la vida.
Lo recuerdo como si fuera ahora. Lo que no sabía entonces es que veinte años después admiraría sin reservas a aquel chaval callado que de cuando en cuando asomaba por la puerta del viejo Correo. Un torerazo de plata que ha escrito, por derecho, su nombre en letras de oro en la historia taurina de Zamora.
(Columna publicada en 'El Día de Zamora'. La foto, ese inmenso retrato de plata, viene del ojo mágico de Juan Pelegrín)
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