viernes, 15 de mayo de 2015

Al otro lado de la puerta de la enfermería

(Esta es mi ovación al doctor García Padrós y a su equipo)

Dos milímetros separaron ayer a Saúl Jiménes Fortes de ser o no ser, cuando ser y estar vienen a ser la misma cosa. Permanecer, existir.

Dos milímetros, un suspiro. Dos milímetros, un abismo, el mismo que traza la invisible línea que separa la vida de la muerte, la gloria de la tragedia. Dos milímetros de milagro en el ruedo y después, al otro lado de la puerta de la enfermería, un equipo médico, un puñado de manos, precisión y pulso, cuando las cosas dejan de estar de la mano de Dios y quedan en manos de los hombres, aunque Dios siempre ande escondido en los útiles de sutura, en los manuales de cirugía, en el sudor frío y contenido, en la calma de quien sabe bien lo que hace.

Dos milímetros separaron ayer a Saúl Jiménez Fortes de ser o no ser. Y después, tras la puerta de la enfermería, la pericia del doctor García Padrós y su equipo andando y desandando por la carne y los músculos, por las venas y las arterias; recomponiendo la arquitectura del hombre, limpiando, apostando por la vida contra la muerte que llamaba con sus nudillos y quería abrirse paso por dos boquetes donde se escapaba el tiempo. La vida es eterna en cinco minutos.

Dos milímetros y un milagro, como cada milagro escrito en puntos de sutura, anestesia, vendas y drenajes, en el olor a desinfectante de los quirófanos y las enfermerías. Milagros que forman parte de lo cotidiano, en cualquier plaza de toros, cuando ángeles invisibles extienden sus alas desde el albero hasta la puerta de la enfermería, cuyo camino se traza con regueros de sangre que borran nuevas arenas pero nunca el tiempo y la memoria.

Y mientras esto escribo en internet hierve, se gesta la idea de dedicar esta tarde una ovación al doctor García Padrós y a su equipo antes de que rompa el paseíllo en honor del santo Isidro, el que ayer detuvo con su capote el filo del hachazo a dos milímetros de la muerte, de la nada. Cuentan que en Madrid habrá ovación de lujo y no seré yo quien diga que no es una ovación merecida y sin trampa si es de bien nacidos agradecer a quienes tantas vidas salvan, toreros de bata blanca que se baten el cobre en tendidos de silencio, en plazas de primera y de tercera, entre talanqueras y puestos de campaña, en festejos de primer orden o en encierros del campo. Cirujanos taurinos del mundo, ángeles custodios de hombres de plata y oro.

Desde aquí, en mi palco de salón, soledad y plus, me parto las palmas y me quito el sombrero. Por un cirujano con nombre romano, Máximo, que ayer hizo el milagro cuando los milagros son cosas de los hombres. Por todos los que se parapetan tras los burladeros de los equipos médicos y apuestan todo a nada en una carrera contrarreloj con la vida.

Dos milímetros de milagro en el ruedo y después el rezo vestido de seda y oro en los pasillos y ese silencio que corta la respiración junto a la puerta de la enfermería cuando un torero cae herido. Dicen que ayer vieron a Dios escondido en sus esquinas.


(Aquí dejo mi aplauso hecho palabra. Aquí mi admiración a una profesión que Antonio Crespo Neches y mi 'hermano' Enrique Crespo Rubio, cirujanos de dinastía, me enseñaron a amar y respetar. GRACIAS a quienes cada día veláis por la vida de los que se la juegan en la plaza)

(La fotografía es de Sergio Enríquez para El Mundo)

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