domingo, 7 de junio de 2015

Rafaelillo rompiéndonos por dentro



Hay lágrimas que te rompen por dentro, lágrimas que llaman a las lágrimas, lágrimas que riegan la arena de emoción, lágrimas que apresan en apenas unas gotas, agua y sal, toda la grandeza del toreo. Hoy en Madrid hemos visto llorar a un tío, a un torero.

Dicen que los hombres no lloran, pero es al revés: nadie puede llamarse hombre si nunca ha llorado. Hoy hemos visto llorar a un hombre, a un tío. Lágrimas. Un torero. Lágrimas. Un hombre. Lágrimas.

Ha sido después de que doblase el cuarto toro de Miura, el antepenúltimo de feria, antes de que Madrid cerrase definitivamente la puerta de San Isidro. Una puerta que hoy podría haberse abierto de par en par directa al cielo, a la gloria, si el acero no se hubiese obstinado en pinchar en hueso, en negar la muerte a un toro que la ganó haciendo todos los honores a los de su estirpe.

Hoy hemos visto llorar a un hombre, a un torero. Un tío pequeño, un tío enorme que se la ha jugado a una sola carta, en un solo, cartel, una sola tarde, prácticamente a un solo toro de los de Zahariche, la leyenda de Miura a las espaldas y en los pitones.

Hay lágrimas que te rompen por dentro, como rompía por dentro un torero roto y una plaza rota en muletazos de trazo largo y temple, en la firmeza de la fe de un torero que se la jugaba a cara o cruz y se encontró con la cruz de la espada después de volver a sentir, que no a escuchar, los olés de Madrid. Sentir los olés de Madrid cuando Madrid dice "olé" rugiendo desde las tripas, desde las entrañas, conocedor de lo que Madrid da y quita, la importancia de un sola tarde en Madrid, todo o nada.

Sintiéndose, sabiéndose torero, apostando el alma tras los aceros si el diablo hubiese aceptado el pacto de matar como si fuese el último toro de la tierra. Pero el diablo no acudió a la cita, lo vendió en dos pinchazos.

Hay lágrimas que te rompen por dentro. Lágrimas que te queman en los ojos, la emoción del toreo en estado puro. Hoy hemos visto llorar a un tío. Hoy nos ha hecho llorar el toreo.

Hemos visto llorar a un tío, a un hombre. A un torero que se reencontró con los olés de Madrid con la importancia de saberse y sentirse torero, con la emoción de veintitantas mil almas rotas en la lentitud de unos naturales para el recuerdo, de unos pases que levantaron corazones sentados, dormidos en los tendidos, que despertaron al vuelo como una sola voz.

Crónicas vendrán a desmenuzar la faena, las emociones que no se pueden escribir, los invisibles latidos de una plaza más viva que nunca en el último episodio de su feria, la primera feria del mundo. El imprevisible regalo en la última tarde de tantas tardes, cuando quizá nadie ya esperaba nada y hemos visto crecer hasta alcanzar una altura inalcanzable a un torero de Murcia que se ha convertido en un gigante a base de temple y torería, de saber y de estar.

Otros cantarán el encuentro en el ruedo. Pero lo mío es la poesía, lo de dentro, lo que rasca, lo que no se ve. Y me quedo con esa vuelta entre lágrimas que ha tenido más peso que muchas orejas livianas que el aficionado cabal olvida, como despojos que son, cuando sale de la plaza. Lo de esta tarde, esa vuelta, esas lágrimas, quedará escrito para siempre en la memoria. Escrito en la arena, escrito en el agua de unas lágrimas para que nada ni nadie lo borre.

Me quedo con el natural profundo, con el abandono, con el reloj parado, el corazón al galope, ese encuentro mágico entre hombre y toro, con la emoción a flor de piel y la sensibilidad de un torero que hoy ha escrito una página en la historia de la tauromaquia: la de cuajar un Miura en Madrid, tan de verdad, tan tío, tan roto que ha tenido que deshacerse en lágrimas para seguir respirando.

Rafaelillo rompiéndonos por dentro.


(La foto es una captura de la retransmisión de CanalPlus)

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