jueves, 9 de septiembre de 2010

Medio siglo deslumbrando al mundo


En Ronda, liturgia goyesca, arquitectura de la piedra, hace cincuenta años se encabronaron los dioses de pura envidia, destronados, rotos. Ceremonia de bautismo en el ruedo, cante de hondura, cante grande. El barrio de Santiago en las venas, gitano de raza; Jerez blanca e insultante, la canícula por las calles, los niños descalzos, las mujeres de luto, el quejío del mediodía. El milagro en las muñecas, el compás en el latido, el mar en la cintura, el universo en los ojos.

De la mano de Ordóñez y Aparicio alumbraba en torero al mundo Rafael de Paula. Rafaé, tres sílabas que aprisionan mi estómago por sus fronteras, alegría y chocolate amargo, pureza, sombra que todo lo devora, que todo lo hiere, la luz en puntas, la claridad, el prodigio.

Rafael, Rafaé, que casi da miedo pronunciarlo de grandeza. Rafaé, que dejó atados a los dioses en la arena, quebrados, vencidos. Rafaé, que mueve las manos cuando habla y detiene el tiempo como un conjuro y no sabes si se arranca por bulerías o si dibuja lances abriéndose de capote con lo imposible, inventando toros sin médula, aire que al aire vuelve, irracional, incomprensible, sobrenatural, más allá de las zapatillas clavadas en la arena como las cruces en el Calvario; más allá del bordado besando la piel, de las golondrinas de mayo, de las torres y de las cúpulas. Mágico, en majestad, lo infinito en la montera, eterno, cosido al hechizo, esculpido en el instante, en el último sol de Sanlúcar, Bajo Guía como el plomo anunciando la noche, el Guadalquivir muriéndose.

Rafaé con su capa sin liar, príncipe sin trono, la leyenda a las puertas, la ley de Dios descendida a la carne, corinto y azabache, chamán de los vientos, suturando, acariciando, sanando con voz de mano baja y misterio, improvisando el veneno, el capote, palabras por los adentros, maceradas, envejecidas, doradas como el mosto que fermenta en las barricas, como la uva que emerge del centro de la tierra, Jerez de flamenco y verso, palmas en los tendidos, vendimia, surco en el albero.


Gracias, querido maestro, por este medio siglo enamorando, deslumbrando al mundo.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Por su mano diestra


Dicen que el corazón está a la izquierda, pero yo he visto escapar el alma tras la mano diestra, como si los cinco dedos fuesen los cinco últimos centímetros del cuerpo antes de ser sólo eso: alma. Veintiún gramos. Todo eso.

Dicen que el corazón está a la izquierda, pero yo he visto la mano diestra de un torero enamorar a un toro, coserlo a la lengua de franela que humedece el tiempo, vencerlo en la redonda sábana de arena tibia, en la tarde azulada, en el beso dorado del albero.

Dicen que la espada siempre pinta en muerte, pero yo he visto su filo escondido rompiendo aguas en lo hondo, como si se acabasen las caricias, ninguna antes, ninguna después, cetro de acero y empaque, mayo en el vientre, el trono, la herencia en lo invisible, en la sangre, en las sienes.

Así vimos a José María Manzanares, vertical en oro, enmarcado en la piedra, latiendo con la derecha, en el inalcanzable mirador de lo perfecto, hambre que nunca se calma, con el corazón descendiendo por la diestra hasta el mismo corazón de la tierra, árbol ardiendo en frutos, verano en ciernes, domando por su mano los vientos de abril, azul y majestad, dejándose ir, dibujando un corazón a pitón contrario.

Dicen que el corazón está a la izquierda. Y si a la izquierda está, yo he visto palpitar al mundo en un derechazo de vocación zurda, un derechazo como un latido, manzana y eterno, berrendo en siempre.



(La foto es de José Ramón Lozano, que una vez más nos presta sus ojos privilegiados)

sábado, 28 de agosto de 2010

Tu no presencia


Aquel domingo regresaba de los toros de El Puerto, soplaba levante sobre el mar. Rosa, nuestra Rosa, me llamó: acababas de cerrar los ojos, desde tu Salamanca dorada hasta lo inabarcable, más allá de las encinas de El Berrocal, más allá de la linde portuguesa, de las aguas que van a morir al Atlántico, de esa tierra recia y también generosa que te abraza para siempre como un capote de paseo bordado en labranza y sosiego, al fin la paz.

Han pasado cinco años y poco han cambiado las cosas. Y las que han cambiado, te encabronarían de tal forma que no quiero imaginarme el lío que tienes por ahí formado si en el cielo o en el infierno, les ha dado por organizar coloquios de barra libre y noches sin hora, o por dejarte una pluma, tu pluma de hiel y terciopelo, que sigue hiriendo y acariciando a partes iguales.

Salamanca, ingrata y pusilánime, escondió en el cajón de sus asuntos pendientes un minuto de silencio que se prolonga una eternidad, los días y las noches, desde el campo charro hasta la misma arena de La Glorieta. Ese silencio de tu no presencia, porque Salamanca se quedó muda un veintitantos de agosto, herida en el pecho con un cáncer de ausencia que no se cura, sin el filo de tu navaja, sin la claridad de tu abrazo, sin el veneno de tu verso. Nadie ha llamado por su nombre, desde entonces, los días de septiembre; nadie le ha soplado las orejas a la Mariseca, siempre en lo alto; nadie ha viajado hasta el mismo sol para contarnos cómo son los toros allá, tan arriba, tan encendidos en la luz.

Tu no presencia se convierte entonces en la rotunda presencia, en la certeza de que estás. Cada agosto, cada abril, cada junio, año sobre año, día sobre día. Porque nos faltas tanto que es imposible no verte, no resucitarte cada septiembre y sonreirte, Alfonso Navalón, Grande, muy grande, allá donde estés.

Nosotros, aquí abajo, celebramos tu vida.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Palosanto y oro





Me han contado que en el cielo no cabía ni una estrella más. Que la noche se posó suavemente sobre el albero, como cuando bajan las golondrinas las tardes en que Morante deslumbra al mundo con su capote. Que la emoción de los tendidos sólo era comparable a cuando sale el Cristo Jesús del Prendimiento por el barrio de Santiago, el más gitano, el más flamenco, cuando llegan los dias de Pasión. Que se barruntaba la locura, como cuando Rafaé pisaba el albero en majestad, mágico, misterioso, y se abría de capote para mecer al toro por bulerías, a compás, acariciando.

Me han contado, o lo he soñado, que en Jerez, tierra adentro, el mar se adivinaba como si fuese la tierra misma, besando las orillas de las barricas y los vinos dorados, lamiendo las heridas de todos los tiempos; que soplaban en silencio aires de levante y de poniente, que las olas atlánticas empaparon de sal las almas hasta los tuétanos y más allá, entre dos aguas siempre; que la brisa se trajo desde la Isla el susurro de Camarón por los aires; que las palabras dejaron de ser palabras y la música fue el verbo, el principio y el fin, los cantes antiguos, los cantes nuevos, los acordes, los arpegios no inventados, uñas arañando, rasgando las tripas dibujando el punteado, el latido, la noche en lo alto, el infinito, la nada.

Paco de Lucía, palosanto y oro, bordón en azabache,toreaba al mundo sostenido en seis cuerdas, convocaba al milagro sobre el ruedo jerezano, agosto quebrándose por la cintura, asomado, vencido, desparramado en el albero como la sangre que llama a la sangre, como los aceros a la muerte, como un verso, como un prodigio. Me han contado que en cielo no cabía una estrella, lleno de no hay billetes, puerta grande, gloria, eternidad.


(La foto es de www.jerezjondo.com)

lunes, 16 de agosto de 2010

Sangre de plata


Ahora, mientras escribo esto, a Luis Mariscal le están haciendo una trasfusión de urgencia en una UCI de su Sevilla, donde un toro ayer le reventó el muslo izquierdo y le hizo un agujero por donde casi se le escapa la vida.

La prensa rosa y amarilla se hace eco hoy de otra cogida, la de Cayetano, obviando, despreciando casi el día a día de los profesionales del toreo que se la juegan cada tarde vestidos de plata y azabache, de pundonor y torería, con el capote y los palos, salvaguardando la vida de su maestro como perros de presa, atentos al menor movimiento, con el alma en los ojos, sin otro burladero que su propia carne cuando toman las banderillas, citan y se encuentran con el toro frente a frente.

A mí me gustaría devolverlo al instante de la imagen, justo ahí, en esa fracción de tiempo en que el toro pudo pasar sin hacer hilo en sus carnes, sin ahondar en las venas, sin destrozar un sólo palmo de esa pierna que hemos visto atravesada por el pitón como si fuese papel de fumar, tan frágil a merced del poderío del toro, que siempre lleva peligro en las astas, que siempre lleva el veneno de la muerte rondando.

A Luis Mariscal le están poniendo sangre en un hospital para remedar su propia sangre, esa sangre de plata que también empapa el hule, que también existe, que también tiñe de dolor y emoción la historia de la tauromaquia, que fluye por las venas de aquellos que son hombres de oro siempre, veinticuatro kilates de toreros, de pies a cabeza, aunque vistan de plata, aunque no sean pose de papel couché, ni nombres de portada en los diarios, ni nombres que escribir en los carteles; ni siquiera nombres que pueda recordar aquel que no es aficionado.

Desde el respeto y la esperanza, que el Dios de los toreros-que es el Dios en el que creo- te guarde, Luis Mariscal. Que vuelva la sangre a desbordarse en vida por tus venas de plata.

(La foto es de burladero.com)

domingo, 15 de agosto de 2010

Quince de agosto


Hoy es quince de agosto, la Virgen de agosto, el día en que los pueblos se rompen de tradición y gentío. Cada quince de agosto, cuando el sol se levanta sobre los tejados y los campanarios, más allá de las cigüeñas, la tierra se convierte en un templo del toreo, sol, secarral y verano, con las puertas grandes del cielo abiertas y la gloria en un palmo de arena, no más, incertidumbre, seda, oro, belleza que nos ata a la tierra y nos deja vislumbrar lo alto, intangible, imposible, tan cierto, la vida a raudales.

Las gentes honran hoy a la Madre de Dios en los altares y por el sacramento de lo profano, como siempre hicieron, corriendo toros en las calles, en el campo, en la plaza, santificando la fiesta en un redondel de arena bendita donde cada tarde se rebozan miles de gargantas esperando la confirmación del misterio, el signo de su fe, el credo de la tauromaquia a través de los siglos. Porque veo, creo. Y cuando no vea, cuando no sea, también creeré.

Hoy es quince de agosto. Los hombres velan sus armas, seda y acero, como una novicia esperando la hora del casamiento, como un guerrero en capilla antes del combate. La tarde será el alba, la primera, la última luz. Hoy es el día del milagro, tarde sobre tarde, quince de agosto soñando la gloria o la muerte, la cara y la cruz. Hoy sobre la tierra, en todas las plazas del mundo, sopla como una caricia, como el susurro de un nombre muy antiguo, el viento de Dios, que todo lo alivia, que en todo se posa.


(La foto, eterna como este quince de agosto, es de Juan Pelegrín)

martes, 10 de agosto de 2010

Inmensidad siempre


La pana como el surco sobre su piel, como la tierra entera ofreciéndose sin guardarse nada, madurando la promesa de nuevas cosechas, vino macerado en seda.

La mirada apuntando a lo alto, acaso sin saberlo, fundida en el sueño de los ojos abiertos, en el milagro rasgado desde la humedad de las tripas a la claridad, que todo lo limpia.

La puntilla blanca chorreando en luz, entreabierta al milagro, como si del pecho necesitase escapar el aire, humo de tabaco que asciende a lo perfecto desde lo perfecto, labios sin besos besando al mundo liado en un capote tabaco y tabaco. Garganta sin agua erguida como un tronco milenario, nuez prohibida, intocable, conjugada en masculino, aliviando toda la sed.

Morante en blanco y negro. Morante placer y silencio, abotonando la vida al milagro, perfecto en lo casual de la pose, pana y oro invisible en el ruedo de las sombras, majestad coronada por el fieltro, inmensidad siempre.



(La foto, que todo lo dice, que todo lo provoca, es de Carlos Núñez, compañero y amigo)