martes, 8 de noviembre de 2011

Tinta y oro


Así. Como en la foto que le hizo Javier. Con su chaleco grana y oro y su camisa de puntilla. Blanca, almidonada. Periodista de raza.Ciclotímica de vez en cuando.Tan torera. Como en la foto. Con su flequillo dorado sobre los ojos y el bolígrafo por el medio del estaquillador, lidiando palabras sobre el papel blanco. Dejando fluir la tinta que corre por sus venas. Tinta y oro. Noelia Jiménez.

Tituló a su primera criatura 'Tinta y oro', aunque debiera ser 'Óleo y oro'. O 'Temple y oro', que le hubiese venido como anillo al dedo. Porque su prosa nace de los óleos y de la pintura al temple, de la mirada maestra que se posa sobre los siglos y que nos contempla en el silencio de las paredes del Museo del Prado. De maestros a maestros. De artistas a artistas. De pintores a toreros, con Noelia Jiménez, tan torera, grana y oro, urdiendo una alianza que los encadene más allá de los tiempos.

Toreros que pintan sobre la arena tardes de gloria, lances eternos. Toreros que esculpen sobre una peana de albero el instante. Toreros, artistas, que hilvanan sus nombres al de los grandes maestros del color, de las luces y las sombras, cosidos por las letras de Noelia, que se leen en prosa pero suenan a verso, a la métrica silente que esconde el toreo, que es poesía pura. Porque sin verso, sin compás y sin cadencia, el toreo no existiría. Como no existirían los latidos, ni la música, ni la vida.

Yo se la debía. No porque sea mi amiga, que lo es. Y de ley, sin prostituir la palabra ni su significado. Amiga. Le debía esta entrada en el pequeño blog berrendo porque guardo en casa desde hace casi un año su libro, que es una pequeña joya, a la espera de que me dedique palabras de tinta y oro sobre esa primera página en blanco.

Se lo debía porque ahora, en estos meses de reclusión a causa de una convalecencia, he vuelto, de su mano, a pasear por el Prado.

Y he vuelto a poner en verso las grandes faenas de esos toreros que compartimos, que nos atan a la tierra dorada y nos permiten de cuando en cuando rozar el cielo: Morante convocando a las golondrinas; Frascuelo con su torería añeja sobre los hombros; el maestro Esplá rozando el cielo por la puerta de Las Ventas; el poderoso Juli, aquel niño sabio; la mano zurda y mágica de El Cid, el valor seco de El Fundi con los hierros más duros; Abellán blanco y plata; Talavante meciendo el aire en un natural infinito; la elegancia torera de Curro Vázquez; Juan Mora vestido de Otoño, resucitando en Madrid; aquel prodigio del toreo de figura menuda y dulce acento colombiano, César Rincón; el capote de vueltas nazarenas que encendió mi alma aquel dos de mayo, Joselito, tan profundo como un océano que no conoce donde crecen las algas; la figura impecable de Ponce en el trono del toreo; la verdad descarnada, la poesía en vertical de José Tomás, más allá de los secretos más antiguos y de la propia vida, o aquella rubia coleta, Cristina Sánchez, que vistió los ruedos de hembra y seda en nombre de todas las mujeres, toreras y no toreras, que día tras día nos atamos los machos.

Yo te la debía, Noelia. Y por vergüenza, incluso por vergüenza torera, no podía esperar a que tu almohada nos desvelase los nombres de los hombres que la habitan, esa segunda criatura que ya te quema en los dedos. Aunque sé, sabemos, que el nombre de tu almohada, tu único nombre, se escribe en blanco y azabache, en tinta y luz.


(La fotografía es de Javier Arroyo, que retrata el alma de Noelia cada día)

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