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viernes, 7 de mayo de 2010

Un día en Las Ventas


Así, ‘Un día en Las Ventas’, se titula el libro del fotógrafo Juan Pelegrín, con textos del maestro Esplá, donde recogen, en imágenes y sentimientos, el ambiente del epicentro del mundo taurino, Las Ventas del Espíritu Santo.

Tres jotas, tres, tiene la fotografía taurina para desmonterarse sin reservas: Juan Pelegrín, José Ramón Lozano y Javier Arroyo. Tres ‘jotas’, tres, que, como esos tres jueves-jota, relumbran más que el sol. Porque es un privilegio, contemplar a través de sus ojos, llegar donde nuestra mirada no alcanza y hacer nuestras sus emociones.

Juan, que de cuando en cuando bebe atardeceres al pie de la muralla, que de cuando en cuando refresca su alma en el Duero, nos lleva de la mano a la garganta reseca de los toreros antes del paseíllo, a los miedos junto a la pared de ladrillo visto; al viaje de vértigo por las astas de los toros; a las imágenes de devoción que eligen por templo el revés de una montera; a los dedos que trazan la cruz sobre las carnes; al dibujo que surca el tiempo en el aire cuando Morante se lo fuma liado en hojas de habanos.

Juan nos lleva de la mano a la textura rugosa del albero bajo las zapatillas, al aliento del toro antes de la primera embestida, al olor de la madera reseca de la puerta de toriles, a la oscuridad que despunta en luz clamorosa cuando Madrid festeja a su santo Isidro.

Juan nos lleva de la mano a las puertas del cielo, que vierten a la calle Alcalá. A la caricia metálica de los clarines, al rumor de tragedia y gloria, seda y sangre. Al milagro que vivimos cuando Madrid nos convoca a nuevas tardes en Las Ventas, como si fuesen el único, el primer día.

sábado, 6 de junio de 2009

A golpe de viento y herida


Escribo mientras la emoción embarga a los tendidos madrileños en la despedida al maestro Esplá, que sujeta en sus muñecas a veinticuatro mil almas en pie. Mientras el viento se agita como si fuese un pañuelo blanco para homenajear y para despedir, para abrir con sus dedos invisibles la última puerta grande del genial alicantino en una plaza que siempre le quiso.

Escribo ahora que Madrid ha abroncado a Morante, el torero por el que me parto la camisa, aunque no sea políticamente correcto. Ese Morante con capote de seda y prodigio que hace apenas unos días enamoraba a Las Ventas con sus lances de caricia y milagro. Ahí reside la genialidad de los toreros de arte: en la frontera de la maravilla y el petardo, entre la bronca y el suspiro, entre el suelo y el cielo, entre el plomo y la brisa, al alcance de tan poquitos.


Escribo a golpe de sábana y paciencia, prendida en la herida de Israel Lancho, que ya quiere ponerse en pie sobre la arena, vertical sobre sus casi dos metros de estatura,
y cerrar el cornalón cosiendo faenas, depurando sueños, esperando el momento de citar de frente a un toro bravo ante el que se inmolaría sin perder la sonrisa. Que cuenta en la soledad de la clínica las horas para volver al albero y ofrecer de nuevo el pecho a los cuchillos de un toro y romperse con él por dentro, sin fisuras en las carnes, sin que nadie lo sepa, sin que nadie lo sane.

Escribo con la emoción de la herida y de la gloria, la cara y la cruz, el misterio que hace grande todo lo que envuelve la fiesta. Aunque suene a tópico, estos hombres que visten oro y plata están hechos de otra pasta, de otra madera, de otra materia a la que el resto no tenemos acceso. Viven en una tierra sin miedo y sin dolor, donde la arena es como un altar donde ofrecerse, donde compartirse, donde no guardarse nada.
Quizá porque conviven con la muerte le hablan de tú a tú y la miran a los ojos, en corto, sin recelo, como quien saca una cajetilla de tabaco en una máquina de bar.

Escribo desde una noche que apunta a lluvia como si fuesen las lágrimas que Madrid ha derramado hoy, que limpian las tardes de tedio, porque cuando la grandeza del toreo empapa los tendidos, todo queda atrás, como si nunca hubiese sucedido.

Y escribo intentando curar con palabras. Buscando despedidas, palabras de viento y herida.

(La foto es de Efe)