Hay cosas que duelen de pura verdad, de pura grandeza, de puro bonito, del desgarro que produce lo que no entendemos, lo que nos destroza y nos alienta, nos mueve, nos hace vibrar como una pequeña muerte, como el cántico más hondo de la vida.
Hay cosas que duelen de puro deseo, de tanto esperarlas, de tanto saber que tienen que llegar, como duele empujar con más de veinte mil almas heridas de puro amor una espada para reventar el corazón de Madrid.
Ya en agosto, la tercera de su temporada, lo de Diego Urdiales en Bilbao fue un hostión. Así, sin poesía, con toda la poesía que el toreo de Diego encierra en versos sin tiempo, dolió aquel bofetón a mano abierta contra un sistema que no tiene ya por donde tapar sus vergüenzas, la enorme desvergüenza de dejar a un torero como él en casa, pintando tardes de vacíoy oro.
Pero lo de Bilbao fue un hostiacito comparado con lo vivido en Madrid, el puñetazo definitivo que Diego Urdiales tenía que dar para dejar en pelotas a tanto sacaduros, a tanto mercachifle, para que el mundo se enterase de que existe un riojano de Arnedo que conoce los secretos, los misterios del toreo que los demás sólo sueñan, que duelen como si se abriese una grieta desde dentro, en las carnes.
El toreo que duele. El rehostión. La faena más completa, compacta, vibrante, hermosa, eterna y clásica que ha vivido en muchos años la plaza de Las Ventas. Una plaza que rugía como una hembra en celo, ronca, entregada, caliente, viva, abierta en canal a la pureza, a la verdad, a la belleza descarnada del toreo de Diego Urdiales, paciente, perfecto, natural y encajado, ya en maestro para siempre; siempre un espejo en el que debieran mirarse todos aquellos que quieran ser algo en esto.
Un espejo, un ejemplo, pero no solo por sus naturales sobrenaturales, por la suavidad, el temple, el empaque, la torería, el valor, la pureza, la hondura de su cántico, sino por la inmensa dignidad de quien llega a Madrid a torear su quinta corrida de la temporada después de mascar en soledad, en los brazos de los suyos, en brochazos a puerta cerrada, la indecencia de unas puertas que se cierran porque no traga, porque sabe que no hay túnel que lleve a la gloria.
"Toma nota, Simón", gritaron desde el tendido mientras Diego lo bordaba con un toro de Fuente Ymbro que solo él supo ver de salida y nos desbordaba en lágrimas, en emoción, en algo mágico, irrepetible, mientras Madrid se ponía en pie para rendirse, para abandonarse entera y rezaba ensimismada en el gozo, sin saberlo, un rosario de dolores por cada silencio, por cada fecha en blanco, mientras un torero mayúsculo pintaba, ponía de limpio a todo el sistema, echaba cal viva sobre tanta pared llena de porquería, de miseria.
Y dolía. Y duele. Cómo duele, mi Diego. Cómo me dueles. Ha dolido esa lección, ese monumento construido sobre el dolor, el sacrificio, la integridad, la decencia, la dignidad, la entereza. Nos ha dolido a quienes hemos reconocido desde siempre a un torero único desde el dedo meñique hasta el último de los pelos de su cabeza. Nos ha dolido de tan felices, colmados, como quien casa a una hija con el rico del pueblo y no tiene calendario para celebrarlo.
Le habrá dolido, espero, a quienes deben haber sentido la vergüenza, el bofetón, la verdad de un Urdiales imponiéndose, brutal, reventando Madrid, que ha crujido por sus cimientos, rota, desbocada, enloquecida, enamorada.
Cuando Diego salía por la Puerta Grande miles de móviles se encendieron como estrellas en la tierra a su paso, como lámparas a un dios de carne y hueso, a un hombre menudo que conoce los grandes, los insondables misterios del toreo.
Es el toreo que duele. Ese toreo que algunos sólo sueñan. El milagro. Ese toreo eterno que por fin ha permitido a Diego Urdiales sostener con sus manos de pintor del tiempo, con sus manos de torero inmenso el inmenso cielo de Madrid.
(La foto es del genial Luis Vega, que atrapó el sereno dolor, la alegría de un torero de cante grande)