(Para Luismi Santos, que yer lo tuvo sobre los hombros)
Bilbao le debía una puerta grande a un chaval de Extremadura, a un chaval que ha rubricado en el oscuro albero bilbaíno lo que ya venía cantando de plaza en plaza, tarde tras tarde: que es un torero de pies a cabeza, que sabe torear, que siente torear.
Un presidente le privó de tocar el cielo de Bilbao en la tarde de los despropósitos administrativos, la del incomprensible mano a mano, la de las ansiedades en el callejón y las vergüenzas de la trastienda. Y ahí, con las zapatillas clavadas a la tierra negra,
José Garrido crecía, tan torero, y salvaba la tarde de la sinrazón reivindicándose, rozando el cielo bilbaíno con las yemas de sus dedos.
Un pañuelo de menos tuvo la culpa, aunque no hay pañuelo que borre las faenas que se firman en la arena, eternas, la memoria de los buenos aficionados.
Garrido torero, mayúsculo, con o sin pañuelo, salió ya ese día por la puerta grande de los aficionados cabales, de los que nos quedamos cosidos al hilo de la tarde para revivir la emoción del toreo macho, de la tarde en contra, del querer ser, del ser.
De aquella tarde y la del día después, ayer mismo, dan memoria hoy las crónicas, el papel y los aficionados, la pantalla del Plus en u
na tarde de plomo y petardo de "los toros del maíz" que se tornó en explosión de toreo caro cuando un sobrero de Fuente Ymbro la salvó a la postre y permitió a un chaval de Extremadura, José Garrido, descerrojar, incontestable, esa puerta grande que debe saber a gloria, a la inmensa alegría del sueño cumplido que solo conocen los toreros que un día la traspasan en volandas.
Y después el descanso. La soledad de la habitación, las zapatillas descalzas, las piernas en alto y la compañía del más fiel en el cielo de la azotea de un hotel, Bilbao a los pies, rendido, aún latiendo en la tierra. La mirada, la caricia, la compañía de esa otra familia que une el riesgo en la arena, el corazón en vilo tras el callejón y miles de kilómetros en la noche atravesando España para hacer posible el milagro del toreo cada tarde.
Dicen que detrás de un gran hombre hay una gran mujer, pero no es
verdad.
Al lado, nunca detrás, de un gran hombre siempre hay una gran
mujer, igual que al lado de un gran torero siempre hay grandes hombres
como su sombra: una cuadrilla, un equipo, una segunda familia que sufre y
se la juega con él cada día, que sostiene los días grises y comparte la
luz de los triunfos, las palabras y los silencios, esos rincones del toro que no se ven, que no se cuentan, a los que solo acceden un puñao.
Hoy, con el rastro del triunfo ya asentado, con
Diego Urdiales en puertas de su segunda tarde, con
Iván Fandiño en el silencio que precede a una tarde en la que muchos queremos escuchar su rugido de león, he visto la gran foto que me faltaba de ayer, la que me toca las tripas, porque el toreo es emoción, es lealtad, es el instante: la de
Luismi con su matador a hombros.
He visto la foto del mozo de espadas que porta sobre sus hombros a su torero como un costalero de abril en agosto, un cargador sin penitencias a quien no le duele la espalda porque también en sus hombros lleva un pedacito de cielo y de corazón escondido en una toalla. A estas horas estará en otra habitación, otra tarde, otra plaza, repasando con despaciosidad cada prenda, cada detalle, acompañando al torero mientras vela sus armas, su carne, su corazón.
Y en esa foto he visto escritas las tardes de soledad en el campo haciéndose mayor sin darse cuenta, los inviernos fríos, el retiro, la ceremonia de vestir al hombre como a un caballero velando armas, tan depacito, con tanto mimo, la confianza en la mirada y en las manos; la incertidumbre al apagar la luz del hotel, los kilómetros contra la noche, las carreras por el callejón, el barro fresco del botijo, esos ojos que nunca se apartan como guardianes permanentes clavados en la nuca del torero.
Y hoy, que todo el mundo ha cantado lo que ya sabíamos, la raza torera, la gran dimensión como torero de
José Garrido, estas líneas son para ti,
Luismi Santos, fiel amigo, fiel mozo de espadas, porque a veces, en esas noches interminables por las carreteras del Planeta Toro, también has sonreído paseando por mis letras.
Mis respetos, mi admiración y mi cariño.
(Desconozco el autor de la foto que abre el post. La que lo cierra, maravillosa, es de Raúl Gracia El Tato, apoderado de Garrido. El cielo de Bilbao)