jueves, 18 de noviembre de 2010

Yo confieso, Fino


(Para mi querido Parrado)

Confieso, Fino, que he llegado a odiarte como sólo se odia a los dioses, a los héroes, a lo inalcanzable; derrotada, vencida, quebrada. He llegado a odiarte como sólo se odia desde la admiración que raya la reverencia, desde el asombro que produce lo que no se entiende, lo que no se posee, lo que se construye en el aire; desde la ceguera que provoca un reventón de luz, un derroche de claridad, un eclipse de sueños.

Porque yo también me empapé en aquel agua de Madrid y vendí mi alma al diablo por un sólo instante en tus muñecas, allá donde se detenía la primavera en una verónica eterna, en una media abrazando las constelaciones, y el cielo, y los planetas, y todo lo creado, como si todo danzase en la órbita del lance perfecto.

Porque yo siempre te esperaba vestida de deseo, la ilusión intacta, como los que seguían a su Mesías en busca del prodigio, templando el aire, acariciando, y no entendía, no sabía, no perdonaba aquellas tardes de tedio sabiéndote dueño del misterio, con el arte ceñido, abrochado en la cintura, con la gracia almidonando el capote, con la belleza a capricho rezumando elegancia por los poros, por los ojos, por la frente, por los labios. Erguido como un junco sobre la arena blanquecina, Califa en el paraíso de los siglos, levantando mezquitas y templos profanos donde quemar incienso a los dioses que guardan los secretos. Insultantemente torero, insultantemente bello, cincelando en el instante las formas clásicas, el lance eterno,sin tiempo, como si más allá ya no hubiese nada, ni toro siquiera, ni peligro, ni muerte, ni espada.

Confieso, Fino, que te he odiado como sólo se odia aquello que se ama profundamente. Que te he negado con la voz amarga del amante despechado que siempre retorna a los besos imposibles. Que en estos veinte años te he perdonado tantas veces como tantas caí en el pecado, en el odio más enamorado, del que tú mismo te redimes cuando una tarde, cualquier tarde, detienes de nuevo el reloj y pones a bailar al universo en la linde de tu abrazo, en los vuelos del capote, en la inabarcable suavidad de tus brazos dibujando teoremas de lo perfecto.

Confieso, Fino, que tanto te he odiado que aún hoy, veinte años después, te espero con la memoria en blanco, con la piel empapada de mayo, bajo la lluvia de mayo, para seguir enamorándome en cada lance, para seguir adorándote, para seguir odiándote de pura veneración, de puro desconcierto ante el inmenso precipicio que abres de tu capote a mi alma. Para seguir odiándote de pura admiración, por la luz, por la magia que irradia la infinita verdad, la infinita hondura, la exquisita herida, la bendita factura de tu toreo de seda y siglos.


(La foto, increíble por su fuerza, por el gesto, por la mirada, es de mi amigo Alfredo Arévalo, minutos antes de hacer el paseíllo en Chinchón un lluvioso doce de octubre de este 2010)

sábado, 13 de noviembre de 2010

Aparicio, Pentecostés en luz



Con el sol de Nimes amaneciendo sobre los poros, Pentecostés en luz, coliseo, promesa, óleo bendecido en la piedra milenaria ungiendo el cite; la claridad trazando un mapa en los labios entreabiertos que mañana serán profanados por el beso de la muerte, por la resurrección de la carne, resurrección del toreo, herida sin anunciarse, sin saberse.

La marea fucsia que inunda, que acaricia el mentón aún sin precipicio, el soplo del Espíritu por montera, negro como un presagio, como la noche arrasada de lenguas de fuego, la tragedia sobrevolando, la cornada buscando el hueco, susurrando ya un nombre. El capote nazareno sobre el traje nazareno, mayo y azabache, después del azahar, después de la Pasión. Nazareno de mayo y Pentecostés como el Cristo de abril que sabe que no hay día después de este día y se entrega, crecido en su simiente, a los brazos de la cruz, que son dos pitones elevados en el aire, que son dos astas a las seis en punto, hacia lo alto, Las Ventas en punto, la cruz en las puntas, el beso vencido.

Aparicio emerge sobre un mar de seda, nazareno sobre un mar de sueños que conduce a la ventana insondable, al abismo insultante de puro azul de los ojos, dardos transparentes sobre la piel del animal recién parido por toriles. Aparicio redimiendo al mundo en su silencio, apurando el cáliz de la hermosura como vino consagrado, como pan rubio en la boca del hambriento.

Aparicio sueña el toreo, rotundo, nazareno, perfecto, en el antes y en el después, como un acto de fe, en el principio y en el fin, al filo del milagro, al filo de la vida. Más allá de la foto, más allá del instante, la muñeca desmayada, la cintura rota, la lujuria de la tela que recorre la arena como una hembra que nunca se sacia, que nunca se colma. Allí, enfrente, como la réplica de un terremoto, emergiendo del estómago, el toro, dando, recibiendo, tomando, volviendo a dar, dibujando círculos de bravura en azabache, esculpiendo, cincelando lo eterno sobre lo impreciso del tiempo, proclamando el arte sobre lo improvisado, sobre lo nunca escrito, sobre lo nunca dicho; bendiciendo por su mano, de pitón a rabo, como era un principio, ahora, siempre.

Aparicio toreando en verso, ahora, siempre. Julio pleno en mayo. Julio, Pentecostés en luz, Julio en el gesto, la palabra última y luego el silencio, y después de la sutura de nuevo la palabra como un Cristo resucitado ya sin sangre, ya sin heridas, sosteniendo la primavera en la sonrisa.

Ahí, Julio Aparicio, mayo se rompía por la mitad, berrendo en esperanza, y nosotros, miles de gargantas, recitábamos en tu nombre la vida.


(La foto, bellísima, es de Maurice Berhó y está tomada en Nimes el día antes de la brutal cornada de Madrid. Mi texto y su foto aparecen juntas en el último número de Cuadernos de Tauromaquia, mi otra casa)

viernes, 15 de octubre de 2010

Frascuelo, cicatriz y pellizco


Duele la luz rota del otoño, silencio y octubre en Parla, Madrid más allá, abriéndole los brazos a lo cotidiano, cerrando los ojos, ajena, desposeída, sin saberse. Duele la belleza del instante, el 'click' de la cámara de Alfredo quebrando el secreto, desvelando lo que muere sin anunciarse, el arte efímero de una tarde, lleno de nadie en los tendidos.

En la arena sin sangre la circunferencia es un teorema de lo perfecto. Vacío de no hay billetes, paseíllo en la nada, santo patrón del olvido, liturgia de quien vive en torero, de quien rezuma torería en cada milímetro de la piel. Un hombre recuenta otoños en los dedos, el mentón hundido, la verdad al peso; torero vistiendo al aire de torero, perfil torero, silencio torero, el gesto, la gravedad, los ojos cosidos a las astas sin hondura, las palabras apretadas contra los dientes. Torero.

Un toro sin médula, vacío como el vientre sin útero, como la espiga sin grano, como el amor sin heridas, como el dolor sin lágrimas. Un toro sin vísceras, ni corazón, ni tripas que quemar en el fuego de la seda, en la hoguera del percal, la inmortalidad que sólo otorga la espada, el acero de la vida. Toro que humilla tras el eje de una rueda que hace girar la tierra, ahí mismo, en Parla, bajo esta luz rota que duele, en esta tarde anticipada de noviembre y crisantemos, la lluvia recién prensada, soledad de reventa. Un toro gimiendo bravura sin veneno, entregado, embebido en el capote de los diarios, soñando la divisa de la guerra, el aliento en los muslos, el vértigo en los tobillos.

Un hombre meciendo la nada, cicatriz y pellizco, verónicas en blanco y negro, como una estampa conjugada en pretérito, un 'click' en medio del silencio, un lance, un beso, no más. Frascuelo en Frascuelo, chándal y oro, torero desde el cabello hasta la punta del pie, el nombre antiguo, pureza y esencia, los dedos sosteniendo el milagro sin darse importancia, desdoblando verdades a puerta cerrada, en carne viva.

El mundo en la arena, silencio a reventar en el tendido, el 'click' de la cámara, Frascuelo, torero siempre.

Afuera, el otoño, tan leve.


(La fotografía, tan maravillosa, tan mágica, es de Alfredo Arévalo. Mil gracias, amigo)

jueves, 9 de septiembre de 2010

Medio siglo deslumbrando al mundo


En Ronda, liturgia goyesca, arquitectura de la piedra, hace cincuenta años se encabronaron los dioses de pura envidia, destronados, rotos. Ceremonia de bautismo en el ruedo, cante de hondura, cante grande. El barrio de Santiago en las venas, gitano de raza; Jerez blanca e insultante, la canícula por las calles, los niños descalzos, las mujeres de luto, el quejío del mediodía. El milagro en las muñecas, el compás en el latido, el mar en la cintura, el universo en los ojos.

De la mano de Ordóñez y Aparicio alumbraba en torero al mundo Rafael de Paula. Rafaé, tres sílabas que aprisionan mi estómago por sus fronteras, alegría y chocolate amargo, pureza, sombra que todo lo devora, que todo lo hiere, la luz en puntas, la claridad, el prodigio.

Rafael, Rafaé, que casi da miedo pronunciarlo de grandeza. Rafaé, que dejó atados a los dioses en la arena, quebrados, vencidos. Rafaé, que mueve las manos cuando habla y detiene el tiempo como un conjuro y no sabes si se arranca por bulerías o si dibuja lances abriéndose de capote con lo imposible, inventando toros sin médula, aire que al aire vuelve, irracional, incomprensible, sobrenatural, más allá de las zapatillas clavadas en la arena como las cruces en el Calvario; más allá del bordado besando la piel, de las golondrinas de mayo, de las torres y de las cúpulas. Mágico, en majestad, lo infinito en la montera, eterno, cosido al hechizo, esculpido en el instante, en el último sol de Sanlúcar, Bajo Guía como el plomo anunciando la noche, el Guadalquivir muriéndose.

Rafaé con su capa sin liar, príncipe sin trono, la leyenda a las puertas, la ley de Dios descendida a la carne, corinto y azabache, chamán de los vientos, suturando, acariciando, sanando con voz de mano baja y misterio, improvisando el veneno, el capote, palabras por los adentros, maceradas, envejecidas, doradas como el mosto que fermenta en las barricas, como la uva que emerge del centro de la tierra, Jerez de flamenco y verso, palmas en los tendidos, vendimia, surco en el albero.


Gracias, querido maestro, por este medio siglo enamorando, deslumbrando al mundo.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Por su mano diestra


Dicen que el corazón está a la izquierda, pero yo he visto escapar el alma tras la mano diestra, como si los cinco dedos fuesen los cinco últimos centímetros del cuerpo antes de ser sólo eso: alma. Veintiún gramos. Todo eso.

Dicen que el corazón está a la izquierda, pero yo he visto la mano diestra de un torero enamorar a un toro, coserlo a la lengua de franela que humedece el tiempo, vencerlo en la redonda sábana de arena tibia, en la tarde azulada, en el beso dorado del albero.

Dicen que la espada siempre pinta en muerte, pero yo he visto su filo escondido rompiendo aguas en lo hondo, como si se acabasen las caricias, ninguna antes, ninguna después, cetro de acero y empaque, mayo en el vientre, el trono, la herencia en lo invisible, en la sangre, en las sienes.

Así vimos a José María Manzanares, vertical en oro, enmarcado en la piedra, latiendo con la derecha, en el inalcanzable mirador de lo perfecto, hambre que nunca se calma, con el corazón descendiendo por la diestra hasta el mismo corazón de la tierra, árbol ardiendo en frutos, verano en ciernes, domando por su mano los vientos de abril, azul y majestad, dejándose ir, dibujando un corazón a pitón contrario.

Dicen que el corazón está a la izquierda. Y si a la izquierda está, yo he visto palpitar al mundo en un derechazo de vocación zurda, un derechazo como un latido, manzana y eterno, berrendo en siempre.



(La foto es de José Ramón Lozano, que una vez más nos presta sus ojos privilegiados)

sábado, 28 de agosto de 2010

Tu no presencia


Aquel domingo regresaba de los toros de El Puerto, soplaba levante sobre el mar. Rosa, nuestra Rosa, me llamó: acababas de cerrar los ojos, desde tu Salamanca dorada hasta lo inabarcable, más allá de las encinas de El Berrocal, más allá de la linde portuguesa, de las aguas que van a morir al Atlántico, de esa tierra recia y también generosa que te abraza para siempre como un capote de paseo bordado en labranza y sosiego, al fin la paz.

Han pasado cinco años y poco han cambiado las cosas. Y las que han cambiado, te encabronarían de tal forma que no quiero imaginarme el lío que tienes por ahí formado si en el cielo o en el infierno, les ha dado por organizar coloquios de barra libre y noches sin hora, o por dejarte una pluma, tu pluma de hiel y terciopelo, que sigue hiriendo y acariciando a partes iguales.

Salamanca, ingrata y pusilánime, escondió en el cajón de sus asuntos pendientes un minuto de silencio que se prolonga una eternidad, los días y las noches, desde el campo charro hasta la misma arena de La Glorieta. Ese silencio de tu no presencia, porque Salamanca se quedó muda un veintitantos de agosto, herida en el pecho con un cáncer de ausencia que no se cura, sin el filo de tu navaja, sin la claridad de tu abrazo, sin el veneno de tu verso. Nadie ha llamado por su nombre, desde entonces, los días de septiembre; nadie le ha soplado las orejas a la Mariseca, siempre en lo alto; nadie ha viajado hasta el mismo sol para contarnos cómo son los toros allá, tan arriba, tan encendidos en la luz.

Tu no presencia se convierte entonces en la rotunda presencia, en la certeza de que estás. Cada agosto, cada abril, cada junio, año sobre año, día sobre día. Porque nos faltas tanto que es imposible no verte, no resucitarte cada septiembre y sonreirte, Alfonso Navalón, Grande, muy grande, allá donde estés.

Nosotros, aquí abajo, celebramos tu vida.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Palosanto y oro





Me han contado que en el cielo no cabía ni una estrella más. Que la noche se posó suavemente sobre el albero, como cuando bajan las golondrinas las tardes en que Morante deslumbra al mundo con su capote. Que la emoción de los tendidos sólo era comparable a cuando sale el Cristo Jesús del Prendimiento por el barrio de Santiago, el más gitano, el más flamenco, cuando llegan los dias de Pasión. Que se barruntaba la locura, como cuando Rafaé pisaba el albero en majestad, mágico, misterioso, y se abría de capote para mecer al toro por bulerías, a compás, acariciando.

Me han contado, o lo he soñado, que en Jerez, tierra adentro, el mar se adivinaba como si fuese la tierra misma, besando las orillas de las barricas y los vinos dorados, lamiendo las heridas de todos los tiempos; que soplaban en silencio aires de levante y de poniente, que las olas atlánticas empaparon de sal las almas hasta los tuétanos y más allá, entre dos aguas siempre; que la brisa se trajo desde la Isla el susurro de Camarón por los aires; que las palabras dejaron de ser palabras y la música fue el verbo, el principio y el fin, los cantes antiguos, los cantes nuevos, los acordes, los arpegios no inventados, uñas arañando, rasgando las tripas dibujando el punteado, el latido, la noche en lo alto, el infinito, la nada.

Paco de Lucía, palosanto y oro, bordón en azabache,toreaba al mundo sostenido en seis cuerdas, convocaba al milagro sobre el ruedo jerezano, agosto quebrándose por la cintura, asomado, vencido, desparramado en el albero como la sangre que llama a la sangre, como los aceros a la muerte, como un verso, como un prodigio. Me han contado que en cielo no cabía una estrella, lleno de no hay billetes, puerta grande, gloria, eternidad.


(La foto es de www.jerezjondo.com)

lunes, 16 de agosto de 2010

Sangre de plata


Ahora, mientras escribo esto, a Luis Mariscal le están haciendo una trasfusión de urgencia en una UCI de su Sevilla, donde un toro ayer le reventó el muslo izquierdo y le hizo un agujero por donde casi se le escapa la vida.

La prensa rosa y amarilla se hace eco hoy de otra cogida, la de Cayetano, obviando, despreciando casi el día a día de los profesionales del toreo que se la juegan cada tarde vestidos de plata y azabache, de pundonor y torería, con el capote y los palos, salvaguardando la vida de su maestro como perros de presa, atentos al menor movimiento, con el alma en los ojos, sin otro burladero que su propia carne cuando toman las banderillas, citan y se encuentran con el toro frente a frente.

A mí me gustaría devolverlo al instante de la imagen, justo ahí, en esa fracción de tiempo en que el toro pudo pasar sin hacer hilo en sus carnes, sin ahondar en las venas, sin destrozar un sólo palmo de esa pierna que hemos visto atravesada por el pitón como si fuese papel de fumar, tan frágil a merced del poderío del toro, que siempre lleva peligro en las astas, que siempre lleva el veneno de la muerte rondando.

A Luis Mariscal le están poniendo sangre en un hospital para remedar su propia sangre, esa sangre de plata que también empapa el hule, que también existe, que también tiñe de dolor y emoción la historia de la tauromaquia, que fluye por las venas de aquellos que son hombres de oro siempre, veinticuatro kilates de toreros, de pies a cabeza, aunque vistan de plata, aunque no sean pose de papel couché, ni nombres de portada en los diarios, ni nombres que escribir en los carteles; ni siquiera nombres que pueda recordar aquel que no es aficionado.

Desde el respeto y la esperanza, que el Dios de los toreros-que es el Dios en el que creo- te guarde, Luis Mariscal. Que vuelva la sangre a desbordarse en vida por tus venas de plata.

(La foto es de burladero.com)

domingo, 15 de agosto de 2010

Quince de agosto


Hoy es quince de agosto, la Virgen de agosto, el día en que los pueblos se rompen de tradición y gentío. Cada quince de agosto, cuando el sol se levanta sobre los tejados y los campanarios, más allá de las cigüeñas, la tierra se convierte en un templo del toreo, sol, secarral y verano, con las puertas grandes del cielo abiertas y la gloria en un palmo de arena, no más, incertidumbre, seda, oro, belleza que nos ata a la tierra y nos deja vislumbrar lo alto, intangible, imposible, tan cierto, la vida a raudales.

Las gentes honran hoy a la Madre de Dios en los altares y por el sacramento de lo profano, como siempre hicieron, corriendo toros en las calles, en el campo, en la plaza, santificando la fiesta en un redondel de arena bendita donde cada tarde se rebozan miles de gargantas esperando la confirmación del misterio, el signo de su fe, el credo de la tauromaquia a través de los siglos. Porque veo, creo. Y cuando no vea, cuando no sea, también creeré.

Hoy es quince de agosto. Los hombres velan sus armas, seda y acero, como una novicia esperando la hora del casamiento, como un guerrero en capilla antes del combate. La tarde será el alba, la primera, la última luz. Hoy es el día del milagro, tarde sobre tarde, quince de agosto soñando la gloria o la muerte, la cara y la cruz. Hoy sobre la tierra, en todas las plazas del mundo, sopla como una caricia, como el susurro de un nombre muy antiguo, el viento de Dios, que todo lo alivia, que en todo se posa.


(La foto, eterna como este quince de agosto, es de Juan Pelegrín)

martes, 10 de agosto de 2010

Inmensidad siempre


La pana como el surco sobre su piel, como la tierra entera ofreciéndose sin guardarse nada, madurando la promesa de nuevas cosechas, vino macerado en seda.

La mirada apuntando a lo alto, acaso sin saberlo, fundida en el sueño de los ojos abiertos, en el milagro rasgado desde la humedad de las tripas a la claridad, que todo lo limpia.

La puntilla blanca chorreando en luz, entreabierta al milagro, como si del pecho necesitase escapar el aire, humo de tabaco que asciende a lo perfecto desde lo perfecto, labios sin besos besando al mundo liado en un capote tabaco y tabaco. Garganta sin agua erguida como un tronco milenario, nuez prohibida, intocable, conjugada en masculino, aliviando toda la sed.

Morante en blanco y negro. Morante placer y silencio, abotonando la vida al milagro, perfecto en lo casual de la pose, pana y oro invisible en el ruedo de las sombras, majestad coronada por el fieltro, inmensidad siempre.



(La foto, que todo lo dice, que todo lo provoca, es de Carlos Núñez, compañero y amigo)

miércoles, 4 de agosto de 2010

Memoria histórica de nuestra identidad


Confieso que he llorado. He llorado de rabia, de impotencia, de asco y de pena. De rabia por comprobar que vivo en un país que presume de demócrata donde se cercenan los derechos de miles de ciudadanos, que ya no pueden elegir a dónde quieren ir. De impotencia porque hemos asistido a la manipulación de algo universal, como son los toros, para convertirlos en símbolo de lo ‘español’ en una tierra donde el rédito político se mide en saber quién se encuentra más lejos de España.

He llorado de asco, porque me dan asco los golfos y mangantes que se hacen fotos en la barrera y en el callejón y tiran la piedra y esconden la mano en el Parlamento. Porque me dan asco aquellos que han vendido de forma vil la fiesta de los toros a cambio de un pacto futurible con aquellos que quieren desmembrar y desangrar a España por los cuatro costados.

He llorado de pena porque los toros tienen desde siempre al enemigo dentro. Nosotros, los taurinos -yo soy taurina, ahora no es tiempo de tibiezas-, no hemos sido capaces de unirnos, de sacar adelante una ley que proteja el valor eterno e inmaterial de todo lo que representa la tauromaquia, ni de transmitir a la sociedad el inmenso amor, la ciencia y la paciencia que destilan las dehesas desde que un becerrito asoma sus orejas al mundo hasta que se convierte en un animal poderoso, fuerte y hermoso, para morir como un guerrero, cuerpo a cuerpo, o ganarse la vida sobre la arena.

He llorado porque siento que me han robado algo mío, algo que amo profundamente, algo sin lo que no sería capaz de entender dónde se hunden mis raíces. Y desde aquí reivindico mi derecho a elegir, mi derecho a ser, mi pasión, mi libertad, la memoria histórica de nuestra identidad.


(Este es mi pequeño grano de arena. Editorial de La Voz de Zamora, 30-7-2010)

viernes, 9 de julio de 2010

Descansa, joven Izán


Sé, joven Izán, que las palabras se las lleva el aire. Que sólo nos sobrevive la memoria, la sangre y el duelo, el corazón partido de quienes nos aman, las lenguas que nunca más han de decir nuestros nombres.

Has muerto en la tierra saucana, prendido en las astas que dictan la muerte en cada esquina, que la pregonan de forma sorda e insondable. Has muerto joven, fuerte, en la flor de la vida, como aquellos héroes que se enfrentaban a las bestias para pasar de la infancia a la madurez, de ser niños a ser hombres.

Allí, junto a la ventana enrejada que iluminan las velas como plegarias en la noche, queda para siempre la letanía de la duda que una y mil veces rezarán las voces de quienes te conocieron, de quienes no te conocimos y aún hoy nos preguntamos si las cosas hubiesen podido ser distintas, el por qué estabas en el momento equivocado, en el sitio equivocado, o si simplemente la felicidad efímera en aquella madrugada era correr ante la cara de un toro, como hicieron tus ancestros por esas calles donde se posa el verano sin misericordia.

Sé, joven Izán, que estas palabras también se las llevará el viento aunque las cosa a esta ventana berrenda con las lágrimas que he llorado por tus veinte años que no serán, por la vida que se fue quebrando en las puntas envenenadas de un toro de bravura. Porque la muerte siempre es la cruz, la muerte siempre llama a la muerte, y convoca al silencio, y nos deja un vacío en el estómago, y en las manos, y en el pecho, y nos ahueca, y nos desborda.

Descansa en paz, joven Izán. Sobrevuela cada mes de julio la villa de tus ancestros y protege, desde lo eterno, a nuevos mozos de la tragedia contra la madrugada. Porque tú ya eres la vida, inabarcable, rabiosamente joven, en el corazón de esta tierra que ya siempre te guarda en su vientre.

(Hace una semana, el joven Izán Tejero fallecía en las calles de Fuentesaúco en el encierro de la madrugada. Ésta es para él. La foto es de José Luis Leal).

miércoles, 16 de junio de 2010

Llovía luto en Sevilla


Llovía luto en Sevilla. Luto, silencio y pena intermitentes, como una racha de nubes, como un velatorio, una palmatoria que se apaga, el plomo en los párpados, la metralla en el alma, el beso amargo de la muerte.

Un hombre de cuerpo presente, el cuerpo enfriándose, el alma más allá, el cielo partiéndose, la tierra tejiendo la sábana. Llovía luto. Luto y oro, como los mantos de las Vírgenes de abril; sombras y oro ciñendo el pecho y la cintura, devanando la maraña de las entrañas, sosteniendo al hijo en el camino de regreso de tanta muerte, de tanta carne abandonada de todo, de tanto sueño sin aviso de nuevas madrugadas. Llovía luto en el nombre del padre.

El hijo sobre sí mismo, en la peana del dolor y de la seda, en la peana de albero abrileño, arena que da sepultura a tanto miedo, cielo al ras que dicta paraísos sobre aquellos que sobrevuelan la calle Iris a hombros de los hombres, un instante de gloria en la yema de los dedos, y después la nada. Y el brindis consagrado, cuando los medios eran templo sin sagrario, silencio rascando en las gargantas, arañando lágrimas sin permiso, asombro, respeto. La montera hacia lo alto, el conjuro en los labios, antesala de la última despedida. Aquí, en la tierra, dejas un hombre. Un torero. En el nombre del hijo.

Llovía luto en Sevilla. Quizá no llovía, pero Sevilla estaba empapada hasta los huesos. Llovía emoción por la voluntad sentenciada en la lidia imposible, en el sobrero del de La Maza que fue mazazo cierto a tanto entregarse, a tanto compartirse, a tanto llanto hacia adentro sin pañuelos aliviando el aire, moneda de dos cruces lanzada al vuelo.

Llovía luto. Luto, silencio y pena intermitentes como los aguaceros de primavera. Un hombre de cuerpo presente, el alma escapando, la tierra oreada, dispuesta para el abrazo. Y allá, en el centro mismo de la tierra, Antonio Barrera maduraba sin saberlo como fruto adelantado a la estación de las abejas. Luto y oro, el gesto. La ofrenda y la memoria. Llovía luto en Sevilla, la eternidad a las puertas.

(Este artículo lo podéis leer en mi otra casa, Cuadernos de Tauromaquia, en el número de junio. La imagen es de El País)

jueves, 10 de junio de 2010

Apóstol del milagro


Lo vimos salir del hospital con la alegría escrita en la cara, con la victoria de medio punto dibujada en la sonrisa, con el brazo en alto y la mano apuntando a los cielos, como cuando Cristo sube resucitado por la cuesta que desemboca en mi casa abriendo la Pascua y la primavera, erguido sobre la oscuridad del sepulcro.

Lo vimos salir del hospital como un apóstol del milagro, desguazando el dolor sobre la sábana, en pie sobre la incertidumbre y el miedo, bebiéndose con los ojos la luz como si fuera la primera, la única. Guapo, muy guapo, como quien se cita a ciegas con la vida a raudales, punto y seguido, punto por punto, beso por beso.

Y no necesitamos más que devolverle las palabras que pronunciamos en su nombre cuando no sabía que miles de voces recitábamos en voz baja las letanías, los mil apodos de la esperanza. Porque ahora, ahí, en el silencio de su garganta aún dolorida, tras la seda del pañuelo que acaricia la herida, duerme el prodigio, el cántico hondo de la vida abriéndose paso, siempre.

viernes, 4 de junio de 2010

Sonríe junio en tu capote



Sonríe junio, desperezándose en el capote mágico de Morante como quien despierta del sueño de la muerte, del tedio de las tardes sin alma, de los toros sin casta, de los toreros sin sombra.

Sonríe junio en la liturgia más pura, la verónica bendecida en el aire que detuvo el tiempo a su capricho, Madrid enloqueciendo, recitando con voz ronca, asintiendo al imposible que se hizo posible esculpido en el albero.

Morante sobrevolando los sueños, adivinando las palabras y el verso antes de ser dichos, consolando el maltrecho orgullo de una plaza con la emoción mermada en tantas tardes de silencio, en tantas muletas sin memoria, en tanta promesa sin flor.

Sonríe junio y casi no se lo cree, si Morante vive siempre al filo del milagro, si es el tributo de los dioses descendido a la arena, carne inmortal de la gloria cuando se posa sobre el instante. Unos segundos apenas, la eternidad cosida a los vuelos, pañuelo de seda envolviendo veintipico mil almas sin arrugarse, la chicuelina abrazando al mundo,el mentón escarbando el pecho, buscando el latido, sosteniendo la boca impenetrable, labios que citan como besos, locura, precipicio de silencios y sabiduría.

Sonríe junio desatando por su mano la maravilla de lo no creado, inspiración que no duele pero abrasa de pura belleza. Sonríe junio en las manos rotas, en las gargantas tronando, en la pleitesía de una princesa a quien no se sabe, no se dice, rey ungido en el óleo de la media a la espalda, belmontina.

Sonríe junio en las tres sílabras de tu nombre, Morante, tres poemas, tres agujas, tres caricias, tres vidas después de la vida para saberte, para creerte, para recitarte en voz baja como quien reza a escondidas.

Sonríe junio en tu capote eterno, Morante. Sonríe junio tras tus pasos, encendiendo en oro y verano al mismo sol.

(Para mi amigo José Luis, desde la emoción compartida. La foto, eterna, es de Juan Pelegrín)

viernes, 28 de mayo de 2010

Recitaré en tu nombre


Recitaré en tu nombre, Julio Aparicio, hasta que tu lengua pueda pronunciar la vida, hasta que tu garganta recobre las palabras y la voz que escapó por el boquete del instante un viernes por la tarde, Madrid ardiendo en los tendidos.

Recitaré en tu nombre, Julio Aparicio, las mil letanías al dios que protege a los toreros, a la esperanza prendida en el paladar como un plato que saborear muchos años, envuelta en seda y oro, en el toreo caro de los que sueñan sobre la arena mientras los demás danzamos en derredor de sus genialidades.

Recitaré en tu nombre oraciones por la noche, cuando los hospitales duermen y las sirenas se callan, cuando todas las lenguas se detienen y no pronuncian más nombre que las sombras, la claridad en ciernes de un nuevo día.

Recitaré en tu nombre la blancura de las sábanas, poemas de dolor en ausencia de muerte, la herida lenta engendrando nuevos versos en tu capote, nuevos tiempos conjugados en muñecas de terciopelo, en la danza sin tiempo del percal provocando, encendiendo en bravura las astas.

Recitaré en tu nombre, Julio Aparicio, caricias sobre el albero, seda satinada en fucsia lamiendo la arena como un beso sin lujuria, como una confesión sin guardarse nada, como un precipicio de silencios que llenar en tus manos cadenciosas, más allá de las palabras, más allá de mi cántico, de tu nombre y de todos los nombres.

Recitaremos juntos la alegría, conjugaremos la vida un viernes futuro, Madrid ardiendo. Recitaremos en tu nombre, Julio Aparicio, depositando en tus labios los nombres, el aire, calma, alivio y tiempo.

(Gracias, Juan Pelegrín, por la inmensa foto, la inmensa ventana de los ojos azules)

viernes, 7 de mayo de 2010

Un día en Las Ventas


Así, ‘Un día en Las Ventas’, se titula el libro del fotógrafo Juan Pelegrín, con textos del maestro Esplá, donde recogen, en imágenes y sentimientos, el ambiente del epicentro del mundo taurino, Las Ventas del Espíritu Santo.

Tres jotas, tres, tiene la fotografía taurina para desmonterarse sin reservas: Juan Pelegrín, José Ramón Lozano y Javier Arroyo. Tres ‘jotas’, tres, que, como esos tres jueves-jota, relumbran más que el sol. Porque es un privilegio, contemplar a través de sus ojos, llegar donde nuestra mirada no alcanza y hacer nuestras sus emociones.

Juan, que de cuando en cuando bebe atardeceres al pie de la muralla, que de cuando en cuando refresca su alma en el Duero, nos lleva de la mano a la garganta reseca de los toreros antes del paseíllo, a los miedos junto a la pared de ladrillo visto; al viaje de vértigo por las astas de los toros; a las imágenes de devoción que eligen por templo el revés de una montera; a los dedos que trazan la cruz sobre las carnes; al dibujo que surca el tiempo en el aire cuando Morante se lo fuma liado en hojas de habanos.

Juan nos lleva de la mano a la textura rugosa del albero bajo las zapatillas, al aliento del toro antes de la primera embestida, al olor de la madera reseca de la puerta de toriles, a la oscuridad que despunta en luz clamorosa cuando Madrid festeja a su santo Isidro.

Juan nos lleva de la mano a las puertas del cielo, que vierten a la calle Alcalá. A la caricia metálica de los clarines, al rumor de tragedia y gloria, seda y sangre. Al milagro que vivimos cuando Madrid nos convoca a nuevas tardes en Las Ventas, como si fuesen el único, el primer día.

martes, 4 de mayo de 2010

Ocho litros


Ocho litros de sangre, ocho, le insuflaron de nuevo la vida en las venas. Ocho litros, plasma, suero y agua; cuatro cocacolas grandes, un bidón y pico de agua, un par de cubos de plástico, poco más.

Ocho litros que pesaban los veintiún gramos que dicen encierra el alma. Líquido que se escapa por la femoral herida, por la safena, por el desgarro en las carnes como un precipicio hacia la eternidad de quien ya conoce la eternidad en vida.

Glóbulos rojos tiñendo de grana la sábana blanca, rubricando el reguero que no cesa desde la arena hasta el callejón, desde el callejón hasta la puerta de la enfermería, desde la puerta de la enfermería al corazón apretado en un puño, a la incertidumbre que precede a la muerte en una apuesta a cara de perro sobre el hule.

La noticia, que llegaba de madrugada a España, dio la vuelta al mundo. José Tomás, A negativo, había dejado la vida casi prendida de las astas de un toro. Ahora hablan de él los que hace dos días le negaban espacio en sus medios, los que le han restado méritos en sus faenas imposibles, quienes no entienden esos terrenos prácticamente imposibles que nunca antes pisó nadie y que probablemente nadie pisará después.

También esa tarde corría sangre de plata sobre el ruedo, recordando que las astas del toro, como la muerte, miden a todos por el mismo rasero. Que no hay trampa ni cartón, sólo verdad descarnada, carne y hueso, carne y músculo,carne y sangre en ofrenda, dolor y herida, la gloria o el hule, ser o no ser con la incertidumbre ceñida en la cintura.

Lidia, maestro, en horizontal sobre la sábana como sabes hacerlo en vertical sobre el albero.


(La fotografía es de Javier Arroyo, pedazo de profesional y amigo incondicional. La podéis ver en su magnífico blog)

viernes, 23 de abril de 2010

Sevilla rota en el agua


En algún sitio leí que un hombre, después de su propia vida, lo más hermoso que puede regalar es una lágrima. El Juli se cosió el corazón a los machos con esa máxima en la tarde del 16 de abril, erigiendo sobre una peana de albero y diluvio el toreo eterno, profundo como las raíces del mundo; sincero como el vino oscuro que apuramos de noche; generoso como el beso que no se pide; sabio como una voz muy antigua; perfecto como la caricia de algún dios sobre la tierra; hondo como el cante y el quejío; verdad como la carne y la sangre; puro como la sonrisa de un niño; luminoso como el lino de la sábana después del primer amor.

Regalando vida, muriéndose a raudales; secándose por dentro, escapando en lágrimas, esculpiendo bronce sobre el agua.

Lo vimos siendo un niño, hecho un tío de apenas quince años, comiéndose el mundo a mordiscos. Lo vimos hecho un hombre derrumbándose como un niño, después de mostrarse como un titán que sostuviese el mundo con pulso de seda. Lo vimos abrir las puertas con la llave del misterio, con los secretos del toreo bordados en sus carnes, madurados como una fruta en sus venas, en sus tripas, en sus ojos, en el diálogo silencioso y clamoroso de tú a tú con los del Ventorrillo.

Lo vimos romperse en la mitad de abril, mientras Sevilla se calaba hasta los tuétanos bajo los paraguas. Sevilla empapada en el tendido rugiendo olés, admirada, casi incrédula, entregada a la pasión después de la Pasión, firmando la resurrección y la vida en cada gesto, en cada muletazo. Sevilla rota con el torero roto que nos hizo llorar porque lloraba.

Acaso era emoción pura, y no lluvia, lo que caía sobre el albero.


(La foto, agua y albero, es de Matito)

domingo, 18 de abril de 2010

Son belleza. Son arte.


La Junta de Castilla y León acordó a finales de marzo la concesión del Premio de las Bellas Artes 2009 a Santiago Martín ‘El Viti’, en reconocimiento a su trayectoria en el mundo del toro. De esta forma, el irrepetible diestro salmantino -que paseó el nombre de su tierra por las plazas de todo el mundo con su toreo hondo, puro y sin concesiones- se convierte en el primer torero de la Comunidad que accede a esta distinción.

Fue la Diputación de Salamanca, con la unanimidad del PP y del PSOE, la que elevó la candidatura de Su Majestad ante el gobierno regional, en reconocimiento a esa ‘encina clavada en La Maestranza’, como lo inmortalizase con sus letras geniales el maestro Navalón.

De esta forma, la Comunidad se suma al reconocimiento que ya en 1997 hiciera el Ministerio de Cultura del Gobierno de España, cuando le fue concedida la Medalla de Oro de las Bellas Artes. De las Bellas Artes; del arte y de la belleza, valores de los que el mundo del toro va sobrado, desde que nace un becerro en el campo hasta que lucha, muere o se gana la vida en la plaza.

Paradójicamente, el arte de Cúchares (me resisto a tildarlo de fiesta, sin más) sigue encuadrado en el epígrafe de Asuntos Taurinos, adscrito al Ministerio del Interior, sin que se de un paso al frente para declararlo bien cultural y universal, aunque los toreros sean condecorados por otro ministerio, el de Cultura, que debería tutelar sin ambigüedades todo lo relacionado con la tauromaquia.

En una época de ataques indiscriminados, de persecución políticamente correcta a todo lo que se encuadre en el orbe taurino; en una época en la que militas o no militas en la religión del toro, choca que las administraciones públicas reconozcan el valor cultural, el gesto de los hombres que se la han jugado en el albero, sin más engaño que sus propias carnes por delante y un trozo de trapo, aunque ninguna institución diga un ‘coño’ claro al respecto.

Quizá deberían plantearse, por coherencia, condecorar a los toreros en la fiesta de los Santos Ángeles Custodios y cambiar el brillo de sus trajes de luces por las doradas botonaduras de los uniformes policiales, hombres que se la juegan en otras plazas y con otros toros más prosaicos.

Quien lo entienda, que me lo explique.

jueves, 25 de marzo de 2010

En el nombre del padre


Tuvo que ser Sevilla, quizá porque en su albero brotan cruces cuando llega la primavera, como pasa en mi tierra, donde hoy mismo Cristo subirá nazareno y oro, como los buenos toreros, hasta la Catedral, para abrir la puerta de los días santos abrazado al madero sin cuestionarlo.

La cara y la cruz, el sacrificio del padre, las imperceptibles espinas en las sienes, el sudor y la lágrima a punto del precipicio, resbalando, doliendo, escapando de tanta piel herida. La emoción en los ojos, el invisible cordón de sangre y corazón entre dos toreros, dos tiempos, dos generaciones. El toreo eterno. Aromas del árbol cuajado de frutos, árbol en flor que resucita cada primavera cuando hunde sus raíces en el albarizo.

En el nombre del padre.

La ternura en los dedos que separan el postizo como quien arranca un corazón latiendo sin poder remediarlo, como quien separa una isla de la tierra y la deja perdida en medio de la nada, en medio del mar, entre la tierra y un dios ausente. Pelo en los dedos que no duele, el corazón sangrando entre los dedos, los tendidos rugiendo conmoción y respeto, incrédulos, ensimismados, en el instante de silencio que precede a la locura. Lágrimas de sal y bronce mediterráneo, el mar más allá, beso sin labios, adiós sin lengua húmeda en el viento.

Un torero vestido de luces, un torero vestido de paisano, por testigo el cielo y el bramido enmudecido en las gargantas, esperando para ser clamor, llave que abre todos los cerrojos. La pasión según los hombres en el epílogo de la Pasión, el azahar perfumando la despedida esperando nuevos abriles con pies desnudos en las calles y cirios consumiéndose de puro amor.

Tuvo que ser en Sevilla, quizá porque porque también allí muere y resucita Dios, hombre entre los hombres, abriendo de par en par la puerta grande de la alegría, poniéndose en pie sobre el dolor, ascendiendo a la gloria con los machos apretados en la Cruz, con los pies clavados en el mar, que es el Guadalquivir o es el Duero, agua que vuelve siempre al agua. En los tendidos quebrados, rotos en palmas, olía a fruta fresca, al beso primero que siempre sabe a manzana recién cortada, cosecha eterna en el árbol que a sus raíces siempre venera.

En el nombre del Hijo.


(p.d. No recuerdo quién es el autor de esta fotografía, que guardo como un tesoro, pero siempre supe que se me quedaron dentro las palabras que entonces no escribí)

martes, 16 de marzo de 2010

No te calles, David


Nunca me había parado a pensar que la sociedad podría llegar a dividirse en taurina o no taurina, o que los toros serían objeto de debate en un parlamento autonómico que tiene prioridades mucho más acuciantes para los ciudadanos que resolver. Pero siempre me han dado pavor las mordazas, los tijeretazos, los remiendos entre líneas, los decretazos de silencio, las imposiciones de criterios. Y me rebelo, porque quiero pensar que en este país donde vivimos cabemos todos, izquierdas y derechas, taurinos y no taurinos, tirios y troyanos. Y que cada cual que aguante su vela, y Dios en casa de todos.

En lo político, en lo religioso, en lo civil, en lo cotidiano, la libertad de cada cual para pensar y para defender su pensamiento me parece un arma tan cargada de futuro como la propia poesía; un ejercicio tan sano, que dejarlo de practicar perjudica seriamente la sociedad que me gustaría dejarle a los que vengan detrás. Si no, las calles serían cárceles; los cielos, techos; el horizonte, una verja; los dientes, una mazmorra; las gargantas, un pozo seco.

Quizá porque somos hijos de la democracia, hijos de la libertad de expresión y de la pluralidad, la palabra 'censura' nos trae tintes oscuros de un tiempo que yo no conocí, de un pensamiento único, de unos parámetros impuestos donde no era posible salirse del tiesto, donde el que no pasaba por el aro se quedaba fuera para siempre. Pero a nosotros nos educaron en la igualdad, en la tolerancia y el respeto.

Por eso no entiendo que a David Valderrama -de quien ideológicamente estoy en las antípodas, pero al que valoro enormemente como un tío que se viste por los pies- le hayan censurado esta columna, 'Yo no', en el periódico 'Carrión', de Palencia, cuando es el rinconcito donde acuden los aficionados, hastiados del ataque indiscriminado de los medios contra todo el orbe taurino; del taurineo oficial y corrupto, y de que los toros sean portada cuando hay sangre de por medio, morbazo o pose de figurín. Estemos de acuerdo o no lo estemos, la libertad consiste en no apagar la voz de quien la levanta para expresar sus opiniones y que nosotros tengamos esa misma libertad para rebatirlas. Si no, poco hemos aprendido con el rodaje de esta democracia de la que presumimos.

Por un día dejo aparcada la poesía y presto este pequeño soporte berrendo en colorao a la palabra de David, como si fuese el pliego de papel que en su tierra palentina le han negado. Que sin argumentos, sin ideas, sin claridad, sin valentía, sin honestidad, sin coherencia, sin pellizco, sólo es eso: papel, y nada más.

Y tú, amigo, nunca te calles.

(P.d. La fotografía la he tomado de este enlace)

viernes, 5 de marzo de 2010

Rafaé


Chocolate amargo y dulce, puro, negro, generoso, esencia, perfume. El toreo en las palmas de las manos, como las líneas de la vida, y del corazón, y de la mente. La belleza. La belleza en la palma de las manos. La palabra. La palabra en la palma de las manos, ascendiendo, revoleando el aire y el humo del tabaco.

El prodigio del capote sorteando a los mismos vientos. Jaleos y palmas, saeta y soleá, el compás invisible, embrujando, seduciendo, esculpiendo en una peana de albero lo eterno sobre el instante. Imponente, inexplicable, indescifrable. Rafael de Paula en majestad.

Las torres, los campanarios, la canícula sobre los empedrados. El mar atlántico que se adivina más allá, al sur del sur; el barrio de Santiago, gitano de herencia, soles y lunas, la bulería entre las sábanas, el flamenco en carne viva, a dolor vivo, a viva alegría, los geranios en los balcones, la hierbabuena en el puchero, la luz encalada sobre las puertas. Jerez se calla entera. Jerez se hace la cruz en el pecho cuando entra Paula en la plaza y corre su nombre por los tendidos como una oración que musitan miles de gargantas, como si la arena fuese incienso, templo, círculo donde revolotean las golondrinas con la primavera cosida en las alas. Fandango y verso.

Tu nombre, Rafaé. Tu nombre. Silencio y murmullo. Ha venido el maestro.

La elegancia, la reverencia, el genio. El cielo y el abismo, los machos prietos, el hechizo. Rafaé abriéndose con la seda, desangrándose sin sangre, abriéndose de carnes, de alma, sosteniendo el infinito en sus muñecas como un coloso sobre piernas de barro y brazos de pétalos y acero. El misterio insondable de su trazo perfecto, sin teoremas ni escuela, nacido de las tripas y del latido, amarrado a la tierra por un par de zapatillas sin suela, desatando el cielo con la yema de los dedos.

Rafaé como un prodigio, el aura de luces negro y azabache, las sombras en la frente, como una corona de espinas, el sol en las sienes como una guirnalda de gloria. El mundo en los ojos deteniendo en corto el tiempo cuando se abre la puerta de chiqueros. El azahar y los naranjos, las barricas durmiendo vinos dorados y secos, la sal y el agua, la cintura rota, la voz rota, la hondura del cántico según la tierra. La caricia de Dios en sus dedos, que sobrevuelan como palomas el gesto grave, sabio, hermoso; que urden la profundidad del lance como excavado en las propias entrañas, pañuelo de verónicas apócrifas sobre el rostro divino de la verdad sin aderezos.

Nunca antes nadie. Nunca nadie después. Nunca nadie así.

Rafaé. Redondo, rotundo, mágico.

sábado, 20 de febrero de 2010

Aquí, Antonio, entre los tuyos

(Recordando a Antonio Crespo Neches, mi querido Totó)


Dicen que Dios está en todas las plazas, tarde tras tarde, sol y moscas. A ese Dios aprendimos a rezarle desde niños, a escribirlo en mayúscula, a venerarlo en los altares, abrazando desde la Cruz o andando sobre la mar.

Pero conocemos otros dioses escritos en minúscula, sin más paraíso que una mesa de operaciones, la ciencia y la paciencia, parapetados en el burladero donde destaca la palabra ‘Médicos’, blanco sobre rojo, como la sábana a la sangre. Dioses de bata verde que suturan contra reloj las carnes castigadas por el asta de toro; dioses de guantes de látex que recomponen a los toreros cuando dejan de ser héroes y se convierten en hombres sin seda ni oro, carne y hueso, músculo y tejidos, agua y sudor, mapamundi de dolores sobre el hule.

Aquí, Antonio, en las entrañas de esta Zamora que te regaló la luz primera, el invierno viene con soplo gélido, anunciando a pesar de todo nuevas primaveras que despierten a las reses de las largas noches, de la soledad de las encinas, de las madrugadas de hielo y los cielos grises. Aquí, en Zamora, pronto vendrá el tiempo de Pasión y después la vida, completando el ciclo de las lunas, el calendario impreso sobre la piel, el credo según nuestra tierra que le enseñaste a los tuyos en la casona de la Rúa.

El silencio de las plazas pronto será el murmullo de nuevas tardes, de clarines proclamando al aire la verdad del hombre frente al toro, la ofrenda del pecho, del vientre, de la propia vida, esculpiendo belleza efímera sobre la arena. Y Dios descenderá de nuevo a las manos de quienes sobrevoláis sobre la tragedia, suavizando el dolor como banderas de esperanza.

Así lo aprendiste tú de tus mayores y así se lo transmitiste a los que vinieron después con tu impagable cátedra al pie de la herida. Así lo supieron quienes pusieron su vida en tus manos y los que no precisaron de tus servicios pero se sentían más seguros si estabas cerca; los que escriben su nombre en letras grandes y los que se ganan contratos a mordiscos. Así lo supimos quienes te admiramos desde la barrera y en las largas charlas de tu salón, los hielos danzando en el vaso; los que aprendimos a respetarte por la dignidad de tu presencia en las enfermerías y en los callejones; los que tuvimos la suerte inmensa de compartirte hasta que diciembre vino a cerrarte los ojos para que descansaras de tanta sabiduría, de cientos de cicatrices, cientos de tardes en que el peligro quedó en un simple surco sobre la piel mientras una UVI móvil salía camino del hospital.

Aquí, Antonio, en esta Zamora que ya te abraza siempre, pronto sonará convocando a la madrugada el ‘Merlú’, cambio de tercio de la vida a lo eterno, del Madrid bullicioso al Duero manso. Aquí, en Zamora, tu cuna y tu sábana, pronto los hombres elevarán cruces como banderillas contra el alba, vistiendo la túnica de laval desteñida en grises, que es el traje de luces que quisiste llevarte al otro lado de la vida, cumpliendo así el último paseíllo desde tu casa a San Atilano eterno, pañuelo blanco al cuello, boina negra por montera y garrapiñadas por aceros al despuntar el día.

Aquí, Antonio, en esta Zamora que quita y da a partes iguales, hoy vamos a recordarte desde los tuyos. Por esas pasiones que nos unen. Porque Zamora en tu boca sonaba a casa, al retorno de quien nunca termina de marcharse. Porque pronunciaste su nombre en todos los momentos, como quien despierta a una novia rondando bajo el balcón, como quien repite una letanía para que nunca se olvide su cadencia de tres sílabas.

Gracias, Antonio, por tu dignidad, por tu ejemplo, por tu vida.

(Columna publicada en La Voz de Zamora el 19 de febrero, el día en que para celebrar la vida de Antonio contamos con la impagable presencia en nuestra ciudad dormida del gran Rafael de Paula, mi Rafaé; el maestro Andrés Vázquez y el maestro Víctor Mendes)

jueves, 4 de febrero de 2010

El valor del gesto


Vivo en una tierra cincelada en la piedra donde los días se suceden con pereza, como si fuesen plomo las hojas del calendario. Una tierra dormida, como si el tiempo no quisiera espolear su sueño con banderillas de castigo para ponerla en pie y hacerla caminar con otro compás.

Aquí, en esta tierra silente y mansa donde sólo protesta el Duero en tiempo de crecidas, cobra valor añadido el gesto, rebelarse, abrir las puertas y orear la sábana de la desidia. Aquí, en esta tierra donde nunca pasa nada, un grupo de chiflados le ha dado alas a su pasión, la nuestra, y ha creado un punto de encuentro para mantener, fomentar y dar a conocer la fiesta, cuando corren malos tiempos para el arte de la tauromaquia.

El valor del gesto reside en su ilusión, en su tesón, en su impecable afición, en su ausencia de vanidad, en el trabajo silencioso, en el apoyo que intentan recabar de despacho en despacho, de puerta en puerta, sin figurar, sin obligar, sin imponer. Amor, sólo amor, es lo que les mueve. Y son como un soplo de aire fresco entre tanta cátedra rancia, entre tanto entendido de quita y pon, caspa y soberbia.

El valor del gesto reside en sus pasitos cortos y por derecho. En esos 'Toros sin barreras', que no desde la barrera. En ese 'Aula de Afición' que dará mañana su primer paso de la mano de Javier Gómez Pascual, hombre de plata, plata de ley, amigo de veinticuatro kilates, torero cabal, de una sola pieza. No saldrá de ahí ningún torero más que el que llegue con el alma empapada de satisfacción por cimbrear su cintura al compás del capote de salón. De esta escuela no saldrá ningún triunfador de ferias, porque cada cual lidia ya la feria de su vida y arranca a mordiscos el tiempo para poder pegar un pase que sirva de puente entre la rutina de los diarios y el milagro del viernes prendido en la esclavina.

Para que no haya ni un sólo aficionado que se quede con ganas de acariciar la seda y mecerla en los vientos, soñando faenas imposibles, toros humillando y acometiendo, la rosa de los vientos bajo el traje de lo cotidiano. Para que ni un sólo aficionado deje en blanco su faena de muleta frente al toro de los deseos, que siempre es de indulto, que siempre vuelve a la dehesa para ser lidiado en nuevas plazas donde ondee la bandera de los que desean. Para que el suelo del pabellón de un colegio sea albero prensado, albero sin sangre ni boca de riego donde poner a secar los sueños.

Para que todos seamos como esos niños que juegan despreocupados por las calles de cada pueblo cuando llega el verano, manteniendo viva la llama, el signo, el gesto de que el toreo es algo vivo, siempre latiendo en el lado izquierdo del pecho.

(Para los soñadores del Foro Taurino de Zamora, porque sois como una bandera verde ondeando en tiempos de guerra. La foto, magistral como siempre, es de Juan Pelegrín)