(A RENATO MOTTA, fallecido ayer en Perú a los 20 años)
Salías de casa ilusionado con un cartel que sería el último, una plaza sin enfermería, un traslado, cientos de kilómetros con un tacabazo en la femoral y la safena, la vida escapando por un boquete, maldita suerte. Quién te lo iba a decir, joven Renato, cuando te enfundabas en tu traje de seda roja, quizá el único que tenías, el única que aparece en las fotos, y acariciabas el sueño de ser torero, de cruzar el charco desde el Perú y hacerte un hueco, honor y gloria, como Roca Rey, que anda ganándose a mordiscos y valor seco las plazas de España. De escribir tu nombre en un cartel de relumbrón y descerrojar la primera plaza del mundo en volandas hacia la calle de Alcalá.
Y sí. Ayer en Madrid sonó tu nombre en la megafonía previa a la corrida con un tinte de solemnidad y luto tan largo como un minuto de silencio. Ayer tres toreros de primera división te rindieron honores y la montera de Diego Urdiales se alzó al cielo de mayo en un brindis último. Ayer Las Ventas se ponía en pie y guardaba silencio mientras tu familia y tus amigos velaban tu cuerpo ya sin sangre, ya sin sueños. Tu cuerpo con una puerta abierta a la eternidad, con un agujero de muerte en las carnes por el que se te escapó la vida de forma incomprensible.
Porque no, joven Renato. No es de ley, no es normal que en pleno siglo XXI, con los máximos avances en la medicina y en la cirugía taurina, hayas perdido la vida en un traslado de un hospital a otro, como un peregrino a quien nadie le da posada, a quien nadie le firma un seguro de vida. No es normal que en un pueblo perdido en los Andes no existiese un médico, una camilla, una trasfusión, un alivio, una esperanza por mínima que fuese.
Quizás te hubieras ido igual en pos de tu sueño, pero de haberse cumplido ciertas normas que en España son ya ley no quedaría esa impotencia, ese sabor amargo, esa trastienda llena de trapicheos del toro en la que todavía existen festejos sin garantías de vida y atención a los toreros que resulten heridos. Plazas de mala muerte donde ni siquiera Cristo va a perder el mechero, donde no hay luz que alumbre al que caiga. Demasiado caro, demasiado peaje por un sueño.
Salías de casa ilusionado con tus veinte años en la mochila, con la grandeza del toreo escrita en twitter, con la mirada despierta de un chaval con la vida por delante. Ilusionado con un cartel que sería el último. Y regresaste a los brazos de tu madre con los pies por delante y un cielo azul en lo alto como una luminosa puerta grande que atravesar en una tarde de mayo en Madrid para no volver jamás, la montera de Urdiales en lo alto, el silencio de Las Ventas.
Que tu nombre, joven Renato Motta, no se nos olvide. Que tu sangre sirva para escribir un nuevo reglamento, para trazar en el mapa la obligatoriedad de una enfermería, de un profesional para socorrer al torero que caiga herido. Que no tengamos que escribir más cartas al cielo de los toreros ni guardar más silencio ni luto en ninguna plaza del mundo.
Descansa y duerme, joven Renato, joven novillero muerto. Vuela con tu traje de seda rojo, con tus veinte años en la mochila, la estampa de la Virgen del Carmen del Chumpi, con la ilusión del próximo cartel. Sueña con la puerta grande de mayo, tu nombre en Las Ventas sin luto ni duelo, allá donde late el corazón del toreo eterno.
jueves, 19 de mayo de 2016
jueves, 12 de mayo de 2016
Ureña: Dios, Madrid o la espada
No sé si será el Dios de los toreros o de las oportunidades; Madrid con su peso plomizo y su ladrillo rojo, imponente, siempre encendida en los tendidos; o la espada, la puta espada, que no entró cuando tenía que entrar y se hundió hasta la bola en el segundo intento, cuando ya la tarde era matar o morir, dejarse ir del todo empujando con el alma, con los cinco sentidos. Pero uno de ellos, el que sea, ya le debe dos puertas grandes a Paco Ureña para dejarle tocar el cielo de Madrid.
Lo veo aún por naturales sobrenaturales que aún no se acaban, la cintura rota, lágrimas de un torero, Madrid 2015, cuando uno de los modestos, de los que no toreaban, aquel torero enjuto y con cara de triste clavó las zapatillas en Las Ventas y bordó el toreo más hermoso, el toreo eterno, sin tiempo.
Y de ahí al diluvio de este día mayo, a esta lluvia que no cesa, a este aniversario de cuando la tierra de su cuna, la misma que ha trabajado con sus manos en la huerta familiar, se abrió bajo sus pies, Lorca en el recuerdo y en el brindis. De ahí a esta tarde de primavera y agua, de cielos grises y tan cercanos, tan a mano, rompiéndose, puro corazón, pura entrega, más allá de su cuerpo, tan abandonado, ni de Dios ni de nadie. De ahí a la magia con ese toro Ojibello, de El Torero, con las velas abiertas como un inmenso navío tras la muleta, bravo y noble. Toro-toro.
Chenel y oro, lila y oro, Ureña y oro en los tendidos incendiados bajo la lluvia, en las manos empapadas de agua tan limpia, los pies descalzos; en el corazón de ese Madrid que siempre despierta, que siempre ruge cuando se produce el milagro del toreo tan puro, tan bonito, tan clásico, tan desde dentro, tan de verdad. Tan sin palabras.
No sé si será el Dios de los toreros o el de las oportunidades; Madrid con su peso plomizo y su ladrillo rojo, imponente, siempre encendida en los tendidos; o la espada, la puta espada que no entró cuando tenía que entrar.
Dios, Madrid o la espada te deben dos puertas grandes, Paco Ureña. Dos ya.
Tiene que ser la hostia tocar el cielo imposible de Madrid.
(La foto es de mi amigo Álvaro Marcos)
martes, 10 de mayo de 2016
Honor y grandeza al Pana
No podrá cumplir su sueño de confirmar en Las Ventas ni de ver su tendidos de mayo rugiendo su emoción y vida, el calor y el frío, las tardes de triunfo y esos silencios que hieren como puñales, el viento, la lluvia de la primavera. Pero Rodolfo Rodríguez El Pana debe estar acartelado en Madrid con los mejores, con los más grandes, con su nombre en letras de relumbrón para que todos los aficionados lo sepan y lo pronuncien con respeto como cuando se baja la voz para no romper el silencio de los templos, casi como se reza.
Trasciende hoy que Pepe Ibáñez, apoderado del Pana, ya está hablando con la empresa de Madrid y con toreros para organizar un festival de lujo. Ahora que su herida aún nos duele; ahora que ha venido a recordarnos que los toreros son hombres de carne y hueso que a veces se transforman en dioses. Ahora, con la noticia aún caliente en los diarios, en internet, en el boca a boca. Ahora que aún nos sobrecoge esa escena, ese salto mortal a ninguna parte verde botella y azabache; ese hombre inerte en la arena de la plaza de Lerdo, maldita suerte, tarde maldita, puto destino, cabrón.
Ahora que el mundo taurino vive con los pies en Madrid y el corazón en Méjico, en Guadalajara, donde comienza la segunda vida de El Pana, la de los quirófanos y la santa paciencia, y aprender desde cero otra forma de respirar, de enfrentarse al día a día, ese toro tan difícil, esa faena tan larga.
Ahora los mejores deben unirse para honrar con sus piernas, con sus brazos, con el vuelo de su capote, con el trazo de su muleta, con la sentencia de su espada a quien ya no puede valerse de ellas, puro latido, pura memoria. Pana tetrapléjico, que da hasta miedo escribirlo, decirlo, pensarlo: torero de leyenda condenado a la prisión de lo inmóvil, a las operaciones en cadena, con el alma sobrevolando lo mediocre y el cuerpo atado a la tierra, tan de plomo, con más empalmes en las vértebras que una estación de trenes de Alta Velocidad.
No cumplirá su sueño de confirmar en Las Ventas. Pero Madrid, la capital del toro bravo, le debe una ovación de gala al último romántico, al último bohemio, al genio mejicano que ya no pisará más el albero por su propio pie, clavando la zapatilla en la arena; que galopará por los sueños en una silla de acero inoxidable con ruedas como un potro indómito, más allá de la tragedia.
Queda, como me decía el otro día un amigo del maestro, la compañía de los compadres, la genialidad del verbo, la filosofía salvaje de una vida de leyenda. Queda la presencia inmensa de Rodolfo Rodríguez, la memoria del Brujo de Apizaco que ha toreado todos los toros de la vida, que ha pisado todos los caminos, que conoce la pócima de la libertad como nadie, sin reglas ni leyes, solo su instinto, su maravillosa rebeldía. Quedan las sobremesas y el poso de la palabra, un corazón latiendo, ardiendo, pura vida.
Madrid debe hacer un festival por todo lo alto. No un festival de beneficencia, que esto no es caridad, que esto es un reconocimiento, que esto es pagar una deuda, que esto forma parte de la grandeza del toro, ese mundo que se dinamita a sí mismo desde dentro pero se une en la adversidad como una familia sin fisuras, fuerte, irreductible.
Queda para el mundo Rodolfo Rodríguez, el maestro, el hombre, el extravagante genio de ojos vivos al que no se le ha puesto nada por delante; el del puro eterno en los labios y la manta tricolor al hombro, Méjico en el corazón. Viva Méjico, coño.
Pero no olvidemos que al Pana le mató sin darle muerte un toro un 1 de mayo a los 64 años en Ciudad Lerdo, una plaza sin mapa, puto destino, cabrón.
Honor y grandeza para quien tanto le ha dado al toro.
(Precioso dibujo-homenaje de Rocko, ilustrador mejicano. Gracias a @odriozola30 por el dato)
sábado, 7 de mayo de 2016
José Tomás, el exilio y Jerez
No, no estoy en Jerez, aunque cierro los ojos y puedo sentir el tacto de su albero, la caricia cálida del viento, el rumor alegre de las casetas, el fino alegrando el paladar, el cascabeleo de las calesas, el olor a frituritas, el insoportable bullicio de la Calle del Infierno, el chasquido gozoso de los hielos del rebujito danzando en las jarras.
No estoy en Jerez, pero recorro de memoria el corto camino que dista entre la feria y la plaza, escucho el crujir de los volantes almidonados y siento la presión de los lunares ceñidos al talle, las horquillas en el pelo. Esquivo a las gitanas de porvenir y romero, de delantales tan blancos como una luna llena de mayo y su cantinela de maldiciones si no le tiendes la palma de la mano.
No estoy en Jerez aunque ayer torease Morante, creo en Dios Padre; aunque ayer hubiese un indulto que aún hoy se discute en el tuittendido; aunque hoy regrese José Tomás como un Mesías de carne y hueso que revienta de lleno las plazas para una clá de aficionados y petardeo a partes iguales, de devotos verdaderos, amén Jesús, amén Tomás, y forofos de nuevo cuño y billetes al peso, tanto tienes, tanto vales, que presumirán mañana de que hoy sí están en Jerez, donde yo no estoy, donde ya está vendido todo el papel.
No estoy en Jerez ni me van a echar de menos en una tarde de reencuentros y emociones porque cuando te instalas en el exilio del toro desapareces del mundo, desapareces de la foto de familia que diseña la famiglia; porque un periodista sin tribuna se hace de repente invisible y cuando se rasca los bolsillos nunca salen las cuentas. Y si no se puede ir no se va. Y no se va.
Y no se va, y desando el camino de tantas buenas tardes, tantas ferias cuando sí se podía, cuando contabas en una foto en la que no te ponías nunca pero en cuyo organigrama figurabas, aunque fuera por abajito, en segunda o tercera línea de playa, donde el agua está más lejos pero te pisotean menos el estómago.
No estoy en Jerez, donde estuve cuando las golondrinas bajaron a ver a Morante o cuando el tendido rompía por bulerías al ver a Rafaé, el gitano de Santiago, el genio. Aunque regrese José Tomás, padrenuestro, aunque ponga patas arriba el mundo, aunque sea hoy Jerez la capital del toro y del colorín.
No estoy y no me duele porque Jerez es siempre alegría en el recuerdo, Jerez tiene una calle en mi corazón que paseo a mi albedrío los días de toros y los de invierno. Sin pensar en mí, exiliada de mí misma, solo me duele no saber qué pasa en Jerez, cómo regresa José Tomás, uno y trino, vertical, inquebrantable, de Galapagar a la tierra, en la voz de quien tan bien lo cuenta.
Y me duele no saber cómo va a ser este mayo en el ruedo inmenso de Madrid si no lo escribe Javier Hernández en una tribuna de primera división, en primera línea de playa a bocaos con los más grandes, a dentelladas, sembrando la guerra y el latido, como él sabe, incendiario, provocador, molesto, pero tan necesario. Que eso sí es el exilio, el vacío. Que eso sí es una putada. Que eso sí importa y tanto dice de cómo está esto.
Esta va por ti, amigo, ahora que tu silencio es tan atronador, hoy que tú tampoco estás en Jerez.
(La foto es de la gran Anya Bartels-Suermondt, que sí que está en Jerez, donde tiene que estar)
viernes, 6 de mayo de 2016
Siempre contigo, maestro Pana
Aprendí a admirarlo los domingos de Galavisión más por brujo que por torero, peculiar, auténtico, diestro de medias blancas y manta de bandolero o de revolucionario al hombro, el puro en los labios desde los tiempos de antes de Morante, antes de Cristo, bohemio e iconoclasta, maravilloso, loco y libre, personaje de otro tiempo, casi como una leyenda.
Aquel Pana de brindis último a putas y meretrices, a las mujeres que le dieron calor en las soledades, anarca de los reglamentos y lo políticamente correcto, poeta de verso quebrado forjado en noches de hacer la luna mejicana, el amor en colchones de alquiler, de brindis en las tascas y apostarse la vida todo contra nada en el ruedo. Luchador, macho, bravo, canas y cicatrices y las arrugas de la piel como un doctorado de vida.
Rodolfo Rodríguez escribía su penúltimo verso en una plaza sin pena ni gloria, allá donde Cristo perdió el mechero, con un toro sin pena ni gloria, "Pan Francés" sin masa madre ni cabeza en puntas, sin nombre de romance ni poetas que cantar la tragedia con la voz ronca de la eternidad. Brujo sin tintes de gesta, volteado por los aires como un pelele de trapo a merced del maldito destino, el recuerdo de Julio Robles aquella tarde de agosto en Béziers.
Así, como un mariachi sin guitarra, como un caballero sin montura, desvencijado como un muñeco sin médula, como un cristo malllevado por costaleros de la premura, abandonaba El Pana su último ruedo, la arena sin sangre, el callejón tan estrecho, camino del hospital, en la mala suerte de no caer en la plaza como muere sin pena quien apuesta todo a cara de perro por un sueño.
Hoy, en este cruce de caminos y de emociones, amanecía triste este cinco de mayo; comenzaba San Isidro, regresaba Fortes resucitado y vivo, pero mi corazón estaba más allá, tan lejos. Y llovía, llovía mucho, muy pausado, puta vida, tetraplegia, cadena perpetua de lo inmóvil, leyenda sin final de leyenda, sin cantores en el tendido, sin romances cuando marque el reloj las cinco en punto de todas las tardes, Federico en carne viva.
Fue mala suerte no morir entonces o acaso vivir para amarrar la libertad y atar sin cadenas un alma indomable. Luchador, macho, bravo, canas y cicatrices, domingos de Galavisión, el puro en los labios, escuela de la vida y brindis. Puta vida, puta plaza de mala muerte sin muerte.
Siempre contigo, maestro Pana.
(La foto es de mi amigo, el gran Álvaro Marcos)
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