La cámara de mi amigo Álvaro Marcos lo atrapó así: como un director concentrado sobre la partitura a punto de tomar la batuta, los ojos cerrados, la respiración contenida antes de marcar los tiempos y alzar la mano para sostener la magia. En la penumbra, con el rostro iluminado por la luz tenue del atril, en el silencio interior que precede a cada batalla, a cada concierto, a cada tarde de toros.
Tal vez Simón Casas se sienta ahora así, como ese director en el foso del teatro antes de dirigir la sinfonía de toro y torero en el teatro más importante del mundo, en el escenario redondo de Las Ventas, con el peso de la primera plaza del mundo sobre las manos, con millones de ojos clavados en su nuca y en sus gestos, pendientes de los matices, de la afinación, de la lectura que haga sobre la eterna partitura del toreo.
Como Solti interiorizando a Mozart y su requiem misteriso, como Harnoncourt masticando a Monteverdi, como Karajan antes de Beethoven. Simón Casas cierra los ojos en la penumbra y respira, toma aire, siente, sabe la música en sus carnes. Ahora hay que echarla al mundo.
Vendrá después el silencio sobre los tendidos de Las Ventas y el invierno trasladará al otro lado del Atlántico la música de cada domingo, el eco de las ferias, el runrún de los aficionados, el coro de oles y broncas que aguarda una nueva temporada, la partitura coral de miles, millones de aficionados. Y esperaremos la luz de la primavera, los días más largos, el tiempo de la Pascua para que alce la mano y comience a sonar esta música antigua que trae ecos nuevos, nuevos deseos y una afinación distinta, que suena a esperanza, a compromiso.
Nunca antes nadie había clavado tan bien a Simón Casas en una foto. Nunca antes lo había visto, percibido así, como ahora lo percibo en esta foto. Como un director de orquesta ensimismado, con los ojos cerrados, casi rezando, respirando, tomando impulso. Como un soñador a punto de subir al primer escenario del mundo.
Bienvenido.
(La foto, increíble, mágica, es de Álvaro Marcos)