miércoles, 16 de junio de 2010

Llovía luto en Sevilla


Llovía luto en Sevilla. Luto, silencio y pena intermitentes, como una racha de nubes, como un velatorio, una palmatoria que se apaga, el plomo en los párpados, la metralla en el alma, el beso amargo de la muerte.

Un hombre de cuerpo presente, el cuerpo enfriándose, el alma más allá, el cielo partiéndose, la tierra tejiendo la sábana. Llovía luto. Luto y oro, como los mantos de las Vírgenes de abril; sombras y oro ciñendo el pecho y la cintura, devanando la maraña de las entrañas, sosteniendo al hijo en el camino de regreso de tanta muerte, de tanta carne abandonada de todo, de tanto sueño sin aviso de nuevas madrugadas. Llovía luto en el nombre del padre.

El hijo sobre sí mismo, en la peana del dolor y de la seda, en la peana de albero abrileño, arena que da sepultura a tanto miedo, cielo al ras que dicta paraísos sobre aquellos que sobrevuelan la calle Iris a hombros de los hombres, un instante de gloria en la yema de los dedos, y después la nada. Y el brindis consagrado, cuando los medios eran templo sin sagrario, silencio rascando en las gargantas, arañando lágrimas sin permiso, asombro, respeto. La montera hacia lo alto, el conjuro en los labios, antesala de la última despedida. Aquí, en la tierra, dejas un hombre. Un torero. En el nombre del hijo.

Llovía luto en Sevilla. Quizá no llovía, pero Sevilla estaba empapada hasta los huesos. Llovía emoción por la voluntad sentenciada en la lidia imposible, en el sobrero del de La Maza que fue mazazo cierto a tanto entregarse, a tanto compartirse, a tanto llanto hacia adentro sin pañuelos aliviando el aire, moneda de dos cruces lanzada al vuelo.

Llovía luto. Luto, silencio y pena intermitentes como los aguaceros de primavera. Un hombre de cuerpo presente, el alma escapando, la tierra oreada, dispuesta para el abrazo. Y allá, en el centro mismo de la tierra, Antonio Barrera maduraba sin saberlo como fruto adelantado a la estación de las abejas. Luto y oro, el gesto. La ofrenda y la memoria. Llovía luto en Sevilla, la eternidad a las puertas.

(Este artículo lo podéis leer en mi otra casa, Cuadernos de Tauromaquia, en el número de junio. La imagen es de El País)

jueves, 10 de junio de 2010

Apóstol del milagro


Lo vimos salir del hospital con la alegría escrita en la cara, con la victoria de medio punto dibujada en la sonrisa, con el brazo en alto y la mano apuntando a los cielos, como cuando Cristo sube resucitado por la cuesta que desemboca en mi casa abriendo la Pascua y la primavera, erguido sobre la oscuridad del sepulcro.

Lo vimos salir del hospital como un apóstol del milagro, desguazando el dolor sobre la sábana, en pie sobre la incertidumbre y el miedo, bebiéndose con los ojos la luz como si fuera la primera, la única. Guapo, muy guapo, como quien se cita a ciegas con la vida a raudales, punto y seguido, punto por punto, beso por beso.

Y no necesitamos más que devolverle las palabras que pronunciamos en su nombre cuando no sabía que miles de voces recitábamos en voz baja las letanías, los mil apodos de la esperanza. Porque ahora, ahí, en el silencio de su garganta aún dolorida, tras la seda del pañuelo que acaricia la herida, duerme el prodigio, el cántico hondo de la vida abriéndose paso, siempre.

viernes, 4 de junio de 2010

Sonríe junio en tu capote



Sonríe junio, desperezándose en el capote mágico de Morante como quien despierta del sueño de la muerte, del tedio de las tardes sin alma, de los toros sin casta, de los toreros sin sombra.

Sonríe junio en la liturgia más pura, la verónica bendecida en el aire que detuvo el tiempo a su capricho, Madrid enloqueciendo, recitando con voz ronca, asintiendo al imposible que se hizo posible esculpido en el albero.

Morante sobrevolando los sueños, adivinando las palabras y el verso antes de ser dichos, consolando el maltrecho orgullo de una plaza con la emoción mermada en tantas tardes de silencio, en tantas muletas sin memoria, en tanta promesa sin flor.

Sonríe junio y casi no se lo cree, si Morante vive siempre al filo del milagro, si es el tributo de los dioses descendido a la arena, carne inmortal de la gloria cuando se posa sobre el instante. Unos segundos apenas, la eternidad cosida a los vuelos, pañuelo de seda envolviendo veintipico mil almas sin arrugarse, la chicuelina abrazando al mundo,el mentón escarbando el pecho, buscando el latido, sosteniendo la boca impenetrable, labios que citan como besos, locura, precipicio de silencios y sabiduría.

Sonríe junio desatando por su mano la maravilla de lo no creado, inspiración que no duele pero abrasa de pura belleza. Sonríe junio en las manos rotas, en las gargantas tronando, en la pleitesía de una princesa a quien no se sabe, no se dice, rey ungido en el óleo de la media a la espalda, belmontina.

Sonríe junio en las tres sílabras de tu nombre, Morante, tres poemas, tres agujas, tres caricias, tres vidas después de la vida para saberte, para creerte, para recitarte en voz baja como quien reza a escondidas.

Sonríe junio en tu capote eterno, Morante. Sonríe junio tras tus pasos, encendiendo en oro y verano al mismo sol.

(Para mi amigo José Luis, desde la emoción compartida. La foto, eterna, es de Juan Pelegrín)