El ojo atento al palco. La boca entreabierta después del esfuerzo, como un Cristo en el último aliento. El sudor empapando el cabello. Una mano amiga en el hombro. La amargura contra las tablas. La decepción. La rabia. Y esa toalla tan blanca lavando, aliviando la vergüenza torera desbordada por los poros. Tan torero. Así retrató ayer Juan Pelegrín a Alberto Aguilar.
El alma rota. Desfondado. Con lo que cuesta llegar hasta aquí, me cagüentó. Expoliado, robado en lo más íntimo, donde las orejas importan una mierda, donde lo que importa es lo que rasca, lo que duele, lo que late. Vencido, después de estar hecho un tío, impecable de colocación y temple, despejado de cabeza, sobrado de valor y de conocimiento, generoso hasta el punto de poner la otra mejilla. Inclinando la cabeza, después de haber crecido nosécuántos centímetros ante los de Montealto. Azul y oro de veinticuatro kilates. Torero.
No andan las cosas para dejar el toreo en manos de dictadores que se pasan por el forro la voluntad popular. Por sus cojones. Que convierten el alma de las plazas en hormigón sin vida, que desoyen el grito unánime de miles y miles de pañuelos ondeando al viento. Pa cojones lo míos.
Un torero, Alberto Aguilar, se rompió en Las Ventas. Se rompió por dentro, que es como se rompen los que no se guardan nada, los que ofrecen todo, hasta la misma vida, en una arena teñida de la sangre de otro torero, Chechu, veinticinco centímetros de tabaco gordo.
Pero la sangre de los modestos no mancha, ni las orejas de los que van de por libre importan, aunque Madrid rugiese como sólo ruge Madrid, con la emoción a flor de piel, con esa verdad honda del toreo rascando en la garganta. Miles de voces frente a un presidente que se hizo el sordo. Por sus cojones.
No están las cosas para despreciar la voz unánime de los aficionados. Aunque vista más encumbrar a las figuras y despachar con una orejita a los pequeños sin padrinos de los que mandan en la cosa. Y todos tan contentos. Mentira. Pura mentira frente a tanta verdad.
No están las cosas para robar, para restar, para encabronar, para quitarle gloria a esto del toreo. Para pegarle una cornada a un torero de las que duelen sin sangre, de las que no cicatrizan.
Alberto Aguilar salió por la puerta grande de la voluntad de los aficionados. Por la puerta grande de las emociones, de la verdad sin trampas del que se la juega. Por la puerta grande de los toreros que demuestran que son toreros y nos emocionan, y nos hacen creer de nuevo en esto.
Torero de Puerta Grande. Aunque un fulano revestido de autoridad, un ladrón de sueños, le robase la Puerta Grande de Madrid.