lunes, 27 de mayo de 2013

Torero de Puerta Grande


El ojo atento al palco. La boca entreabierta después del esfuerzo, como un Cristo en el último aliento. El sudor empapando el cabello. Una mano amiga en el hombro. La amargura contra las tablas. La decepción. La rabia. Y esa toalla tan blanca lavando, aliviando la vergüenza torera desbordada por los poros. Tan torero. Así retrató ayer Juan Pelegrín a Alberto Aguilar.

El alma rota. Desfondado. Con lo que cuesta llegar hasta aquí, me cagüentó. Expoliado, robado en lo más íntimo, donde las orejas importan una mierda, donde lo que importa es lo que rasca, lo que duele, lo que late. Vencido, después de estar hecho un tío, impecable de colocación y temple, despejado de cabeza, sobrado de valor y de conocimiento, generoso hasta el punto de poner la otra mejilla. Inclinando la cabeza, después de haber crecido nosécuántos centímetros ante los de Montealto. Azul y oro de veinticuatro kilates. Torero.

No andan las cosas para ir robando. No andan las cosas para ir negando un pedazo de legítima gloria a un tío que se la juega, que se inventa una isla de albero en medio de la nada, una puerta grande después de entrar por la puerta de la sustitución de un torero con la cruz del toreo a cuestas, Fernando Cruz.

No andan las cosas para dejar el toreo en manos de dictadores que se pasan por el forro la voluntad popular. Por sus cojones. Que convierten el alma de las plazas en hormigón sin vida, que desoyen el grito unánime de miles y miles de pañuelos ondeando al viento. Pa cojones lo míos.

Un torero, Alberto Aguilar, se rompió en Las Ventas. Se rompió por dentro, que es como se rompen los que no se guardan nada, los que ofrecen todo, hasta la misma vida, en una arena teñida de la sangre de otro torero, Chechu, veinticinco centímetros de tabaco gordo.

Pero la sangre de los modestos no mancha, ni las orejas de los que van de por libre importan, aunque Madrid rugiese como sólo ruge Madrid, con la emoción a flor de piel, con esa verdad honda del toreo rascando en la garganta. Miles de voces frente a un presidente que se hizo el sordo. Por sus cojones.

No están las cosas para despreciar la voz unánime de los aficionados. Aunque vista más encumbrar a las figuras y despachar con una orejita a los pequeños sin padrinos de los que mandan en la cosa. Y todos tan contentos. Mentira. Pura mentira frente a tanta verdad.

No están las cosas para robar, para restar, para encabronar, para quitarle gloria a esto del toreo. Para pegarle una cornada a un torero de las que duelen sin sangre, de las que no cicatrizan.

Alberto Aguilar salió por la puerta grande de la voluntad de los aficionados. Por la puerta grande de las emociones, de la verdad sin trampas del que se la juega. Por la puerta grande de los toreros que demuestran que son toreros y nos emocionan, y nos hacen creer de nuevo en esto.

Torero de Puerta Grande. Aunque un fulano revestido de autoridad, un ladrón de sueños, le robase la Puerta Grande de Madrid.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Un imbécil le gritó a un torero

(Dios te guarde, IVÁN FANDIÑO)



Escribo esto en caliente. Caliente como la sangre de Iván Fandiño, que ahora mismo está en la enfermería de Las Ventas, pagando el tributo de ser, de sentirse, de saberse torero. Caliente como ese tabacazo que le ha pegado un bravo toro de Parladé cuando entraba a matar como se tiran a matar los toreros, sin trampa ni cartón, ofreciendo la propia vida, las carnes, el alma.

Iván Fandiño en torero. Torero. Torerazo. Firme, valiente, con los pies asentados, con el alma en las manos. Calentando los tendidos y las almas en este San Isidro tan frío y tan desalmado. Torero. Torerazo.

Escribo esto en caliente, mientras los cirujanos andan recomponiendo a Iván Fandiño por dentro, después de sostener en su muleta miles de almas, miles de gargantas. Firme, valiente, importante. Azul marino y oro. Torero.

Un imbécil andaba suelto por los tendidos. "Este toro se va sin torear", le gritó el imbécil al torero. Imbécil con 'eme' antes de 'be'. Imbécil de esos de masticar la 'eme' para que sea más rotunda la cosa. Un imbécil de esos imbéciles que se piensan que en el precio de la entrada va incluido el derecho de insultar a un torero.Un imbécil que no supo siquiera respetar esa liturgia, ese silencio, esa emoción, esa tensión que precede el momento en el que el torero se cuadra frente al toro con la espada en la mano y se la juega a cara o cruz. Y después, que sea lo que Dios quiera.

Ya está bien de tanto imbécil suelto. Ya está bien de ir a la contra, de tanto catedrático con el culo pegado al cemento. Ahí no cogen los toros. Los toros cogen abajo; los toros le cogen al que se pone delante. 

Ya está bien de faltarle al respeto a los que se están jugando la vida, hayan estado mejor o peor; bien, regular o rematadamente mal. Los imbéciles desconocen que el juego del toro tiene sus reglas, tiene sus tiempos, tiene los momentos en los que protestar, pitar, opinar, llevar al olvido o a la gloria. Por eso es tan grande, tan democrático. Por eso todos opinamos.

Un imbécil andaba suelto por los tendidos. Tan imbécil que su grito de imbécil fue el preámbulo de la cornada, mientras Fandiño se la jugaba muriendo matando, matando muriendo si hacía falta.

Escribo en caliente mientras un torero sigue en la enfermería porque un toro le ha atravesado el muslo. Hoy el blog está para poca poesía. Escribo en caliente mientras a Iván Fandiño le taponan el boquete por donde en cada minuto, en cada instante de su vida, puede escapársele la misma vida.

Salud, Iván. Salud, torero. Que el dios de los toreros te guarde.


(Como en este blog no tienen cabida las fotos de las cornadas, de nuevo recurro a una maravillosa foto de Juan Pelegrín. Iván Fandiño en luz. Como esta tarde. Tan torero.)

domingo, 19 de mayo de 2013

Un torero de espaldas


No he querido leer nada sobre lo escrito en la tarde de ayer. Sólo mi memoria y mis tripas.

La tarde de ayer. La tarde de Talavante y de los Victorinos. La de las Ventas a reventar. La de las decepciones y los silencios. La de las ilusiones rotas. La de la soledad inmensa del que apuesta a cara y sale con la Cruz a cuestas por un víacrucis de albero ante veintitantas mil almas quebradas, jaleando. Crucifícale.

Sólo he entrado de puntillas en el blog de Juan Pelegrín a mangar una foto que resume lo que fue la tarde, con un toro yéndose, medio toro en la foto, y un torero de espaldas, impotente, desbordado.De espaldas, como si nada hubiese venido de cara en la tarde del ventarrón y el frío.

No hubo buenos ni malos. Ni toros. Ni torero. Ni tienen razón esos que parece que se alegran de que la tarde fuese en picado. Ni los que tapan lo que ni el propio torero pudo o supo tapar. Un torero al que respeto hoy igual que ayer.

Hoy, supongo que roto por dentro, como se rompen los que se embarcan en una apuesta tan cara como la misma vida y no pierden la vida pero pierden el todo o nada contra toros que no fueron los toros que se esperaban. Roto como el que pierde la apuesta contra el espejo, que es la apuesta más jodida, a solas con uno mismo.





Tendido de sombra y gintonic en un bar de Ledesma. Tendido abarrotado de gentes del campo, sin esnobismos, con callos en las manos y muchos años a las espaldas. Gente curtida junto a las dehesas, mamando toros, viendo toros, conviviendo con los toros. Gentes que guardaban un silencio reverencial ante la pantalla de plasma como si estuviese el Papa impartiendo la Urbi et Orbi desde el balcón de San Pedro.

Silencio. Respeto. Y de cuando en cuando el murmullo en la mesa de al lado: ese toro no parece de Victorino; este no sabe por dónde meterle mano; si este toro no fuese de Victorino quemaban Madrid; éste no estaba preparado para una encerrona así. Y otra vez el silencio. Y el calor del carajillo.

Silencio. Ese silencio de quienes esperan y se van para casa con las ganas. Y el triunfo claro de quien se embolsa unos tendidos llenos de gente y vaciándose de alma. Glin, glin, glin, haciendo caja. Otra encerrona de poca gloria, poca chicha, poco oficio ante unos cárdenos que tampoco le hicieron los honores a su estirpe. Ni el aire ni puñetas. La tarde también estuvo de espaldas.

Otros hicieron la gesta más curtidos, más toreros, más veteranos. Ruiz Miguel, Andrés Vázquez, Capea...que tantas veces se mancharon la seda de sangre propia. Que tantas veces se hicieron inmensos ante la cara del toro. De cualquier toro. Maestros.

No seré quien haga leña. Nunca ante un tío que se pone frente a un toro. Ni antes ni después. Talavante sigue siendo ese torero que apostó fuerte, que no vio el precipicio que también podía ser esa apuesta a fondo perdido si las cosas no rodaban, que a la postre salvaba un mediocre abono de Madrid.

Talavante sigue siendo ese torero del siglo XXI que sacó el toro de la caspa con un anuncio que obligó a hablar de toros a televisiones y medios que silencian a los toros. Talavante sigue siendo uno de los poquitos que tiene claro que hay que abrir la puerta del toreo a las nuevas generaciones, a los nuevos tiempos.

Talavante sigue siendo ese torero que dibujó naturales eternos en Zaragoza, improvisando como un músico sin partituras, deslumbrando. Ese torero que apostó contra sí mismo y perdió contra el espejo, aunque mañana seguirá toreando y creciendo. Madurando. No me cabe la menor duda.

Desde aquí mi respeto y mi admiración por la gesta, por el gesto, para un torero con el alma rota que hoy andará recomponiendo, a golpes de memoria, qué se hizo mal. Por qué no salió bien.

Hubiese sido maravilloso sacarlo a hombros. Aplaudir a los toros por su bravura. Reventar de emoción Las Ventas, mostrarle al mundo la grandeza del toreo.

Ayer, en el fondo, todos perdimos. Menos los empresarios. Glin, glin, glin.

viernes, 17 de mayo de 2013

El rezo


Hay un hombre más allá de la puerta de toriles. Con la vida en la puerta de toriles. Más allá de la vida. en la frontera del ser, del estar.

En los tendidos, el rugido entre toro y toro, la marabunta multicolor, Madrid isidril y bulliciosa. El chasquido del hielo del cubata, las melenas ondeando como banderas. La gente guapa. La gente en pie. Los que no hablan. Los que sientan cátedra. Los que esperan, los que desesperan. Los palmeros, los cabales. Los resentidos con la dinastía. Los que cantan su nombre por el aire. Los de clavel y los de puro. Los que piden toro-toro como si los demás toros no infiriesen castigo. Los que cosen el alma a su vestido nazareno y oro. Los que darían media vida por sacarlo en volandas. Los que darían media vida por medirlo con otros hierros. Los que empujan con el alma. Los que castigan con los pitos.

Pero todo da igual. Todo se detiene. Hay un hombre solo más allá de la puerta de toriles. Con la vida en la puerta de toriles. Más allá del bullicio. Más allá del silencio.

Los párpados caídos, la soledad aprentando las tripas. Esa soledad que sólo entienden, que sólo saben los toreros mientras descuentan el tiempo antes de que asome el burel. Los labios entreabiertos. La lengua recitando una letanía antigua. El rezo. Los dedos dibujando el signo de la Cruz en el pecho. Y después, lentamente, sin prisa, guardando los latidos, amparando un corazón que dispara adrenalina y miedo.

En los tendidos, el cante grande de Madrid. Madrid variopinta de mayo. Madrid mágica y plural. Esas voces dispares sin las que Las Ventas no sería Las Ventas. El templo. Inabarcable.

Abajo, el silencio. La capilla de la carne. El espíritu en la yema de los dedos. Los párpados caídos.

Un torero. El rezo. Un hombre solo frente a la puerta de toriles.




(Juan Pelegrín me provoca, una vez más, con esta impagable foto de Manzanares)

jueves, 16 de mayo de 2013

Morante y mayo


Madrid viste hoy Morante y mayo. Morante y sueño. Morante y esperanza.

Morante, ese personaje, ese torero, ese hombre que habita cerca de los dioses y se codea con ellos de cuando en cuando y los trata de tú cuando se sientan a su lado. Morante fumándose el tiempo liado en tabaco y oro. Habanos perfumando el toreo caro, el capote en el aire, el último aliento de una media que no se acaba, de una belleza que se resiste a morir en el instante. Morante único. Morante eterno.

Será o no será. La incógnita cosida siempre a la seda, a la voluntad, al músculo y al latido. El sino de los genios.

Y si es, los poetas ahondarán en el verso y los redichos de nuevo cuño aliñarán el misterio con la cursilería de unos cuantos caracteres. Morante inabarcable. Con lo fácil que es cantarte, explicarte, sentirte.

Y si no es, aquí queda la crónica adelantada de quien siempre te espera, de quien no necesita otro tiempo que no guarde ya la memoria. Tu muñeca prodigiosa, el mentón apuntando, disparando al pecho. La fe burriciega y sinsentido, tan hacia adentro, tan loca, tan intensa, de quien ha visto tantas veces el milagro que no necesita decirte, que no necesita nombrarte para seguir apostada a tus puertas. Ahora y siempre. Así en la tierra como donde digas.

Madrid se convierte hoy en un templo de ladrillo colorado, templo de sangre y albero, tendidos de sombra y de gloria, llave de la grandeza o del silencio.

Morante en luz. Morante siempre en genio. Y ahora la espera, la fe, el credo.

Sea o no sea. Amén.



(La foto, como una estampa a la que rezarle, es de Juan Pelegrín. Un grande)

jueves, 9 de mayo de 2013

...Y arriba el cielo, tan sin puertas


Hoy se abren las puertas de la emoción. Las puertas de los sueños. Las puertas de la gloria o del olvido. Esas puertas que te abren el mundo de par en par o te dejan estrellado contra las tablas, vacío, roto, como si más allá de esas puertas no hubiese vida.

Madrid se viste de primavera y de toros, de clavel reventón en la solapa, de tardes de sol y de lluvia, de apreturas en los tendidos, silencios junto al ladrillo y padrenuestros antes de echar el pie y jugársela a cara o cruz. Y arriba el cielo, redondo, implacable, tan limpio, tan de todos. Tan al alcance de la mano cuando te alzan sobre sus hombros los hombres y los dioses te dejan tocar por unos instantes su pequeño paraíso.

Madrid se empapa del veneno que nos une, de esta fiebre que nos da la vida, de esta pasión de la que renegamos cada día igual que Pedro negó al mismo Cristo, para estar de nuevo apostados a las puertas de mayo aguardando la magia, el misterio, el será hoy y decir otra vez la letanía del capote, el verbo de la muleta, creo en Dios Padre como creo en Morante, como creo en todo lo intangible que me rasca por dentro, como creo en ti.

Hoy se abren las puertas de la palabra y de las pasiones. Y también la puerta del silencio, si el silencio es la dignidad de quien no escribe para asegurarse un salario a la sombra de nadie; si el silencio es el precio de la libertad de decir, de escribir, de pensar y no dar ni un paso atrás aunque la calle se quede demasiado ancha en el día a día. Y vivir, y jugársela también cada tarde ante una pantalla en blanco y una cabeza en ebullición ordenando lo que no tiene sentido, contando lo invisible, el milagro que cada día se redacta sobre una biblia de albero. Silencio que no duele si el hombre es dueño de sus silencios, dueño de sus palabras. Si nadie puede ponerle puertas al silencio, mordazas. Tu silencio, Javier. Así está esto. Así nos va.

Hoy se abren las puertas. Sonarán los cerrojos, y el aliento cálido del toro que aguarda en chiqueros, y el sudor frío de quien no mira hacia atrás por si no hay camino de retorno, y el runrún de la primavera y los hielos de los gintónises, y el humo perfumado del puro. El catedrático de turno recitando despropósitos en voz alta, los fotógrafos clickeando la eternidad, el papel de la encerrona por las nubes, los teclados ardiendo, la memoria rebosada, los papelillos volando a merced del viento, los cascos de los caballos, la lágrima, el pellizco en las tripas, el reseco en la garganta; el drama aguardando por las esquinas, el alcohol y el bisturí, las batas blancas, la seda de colores, el oro y la plata. Madrid.

Y arriba siempre el cielo, redondo, tan sin puertas. Tan caro.



(La foto es de Juan Pelegrín, que posa como nadie su mirada sobre el albero venteño)