jueves, 16 de febrero de 2012
Les envidio
Les envidio. Se sientan a tu lado, compartiendo apreturas, y en seis toros te cuentan su vida. Te invitan incluso a una pinta de vino y a un trozo del chorizo de la última matanza cuando dobla el tercero. Te cuentan que ven toros desde niños, que sus madres los llevaban a los prados a los encierros, que en la fiesta del pueblo nunca pueden faltar los toros, que les gusta éste torero por esto, el otro por aquéllo. Que el Juli los tiene como el Espartero. Que Morante doblega a los vientos en su capote. Que el chaval pequeño quiso ser torero pero no tenían cuartos. Y aunque se asoman a la libreta donde tomas notas y piensan que sabes más que ellos, les envidio porque ellos ven los toros de una manera mucho más transparente en este océano de mierda en que los estamos convirtiendo.
No tienen internet, ni perfil en Facebook, ni en twitter. No conocen los blogs, ni las páginas taurinas, ni compran revistas de toros. No me leen. Ven el Plus en el bar, con los amigos, con el solysombra en la copa. Ni llevan iPhone, ni les cuentan medias verdades a media voz: pero esto pa tí y pa mí, ¿eh?. No saben qué es la ASM, y si les dices que All Sports Media, probablemente piensen en algún espónsor deportivo o aquella canción de los Beatles que decía 'All you need is love' que bailaron en algún guateque.
No saben qué o quiénes son el G10, aunque los hayan visto torear a todos porque cuando llegan las ferias de la capital tiran de billete y se van a chupar calor de agosto al tendido, puro en ristre, la afición intacta. No son toristas, ni toreristas. Les gustan los toros, sin más. Aman la fiesta, aunque no se vendan como salvadores de nada.
No conocen las miserias de los despachos, la basura de la trastienda. A ellos les gusta la grandeza de una tarde de toros, la seda y la lentejuela, el rito intacto, el runrún en el aire, la emoción de los clarines, los derrotes secos en la madera de la puerta de toriles, la verdad de los que se ponen delante y se pasan los pitones por los muslos.
No conocen la usura, ni la guerra fría de las cifras, esto pa tí esto pa mí, como aquellos soldados que un día se jugaron a los dados la túnica de Jesucristo. Ni saben de derechos de autor, si se criaron a la sombra de los teleclub que consagraban a los toreros en blanco y negro y baile vermouth después de la misa.
No conocen los entresijos envenenados de la fiesta. Esa fiesta que nunca mira hacia ellos, que torea de espaldas a ellos. Ni falta que les hace. Se la trae al pairo en un país donde cinco millones de trabajadores están en la puta calle y no llegan a fin de mes, donde cobran una pensión de mierda que les da para un descuento en los abonos. Si supieran más, les parecería obsceno hablar de cifras que ellos no han juntado en toda su vida de curritos y paganinis.
No saben de los boicots de las figuras, del fango que ensucia esa fiesta que a ellos les cala hasta los tuétanos cuando suena el pasodoble primero del paseíllo; de las vendettas, filias y fobias, conmigo o contra mí. Y leña al mono al que se mueva en la foto. No saben de estómagos agradecidos, ni de las cabronadas legales en letra pequeña, ni de apoderados independientes ni Tríosdeltas ni UTEs, ni de esas cosas que deberían quedar de puertas adentro y salen disparadas en una competición frenética de ego, a ver quién lanza la mierda primero en público.
Ellos ahora estarán de partida y sobremesa con el solysombra en la mano, el tapete verde, las fotos firmadas de mil toreros en las paredes del bar. Mus. Lo mismo andan viendo alguna multirepetición del Molés, sí hombre, ese del bigote. O comentan faenas de sabor añejo y honran a los que hicieron inmortal el toreo. O quizá están quedando para ir a Olivenza, si les pilla cerca, que vuelve el Padilla. Qué cojonazos tiene el tío.
Llegarán, se sentarán a tu lado. Lo mismo no saben ni quién torea ese día, pero les gusta, sea el que sea. Lo llevan dentro, desde niños y también de niños llevaban a sus hijos con ellos al tendido. Compartirán apreturas y te invitarán a la pinta de vino y el chorizo. Prueba, maja, que es de la última matanza. Vivirán con emociones encontradas sus toros, comentarán los lances con la sabiduría que da la intuición y seguirán sustentando la afición a su manera, lejos de esta vorágine que salpica al mundo del todo desde dentro y lo mata sin necesidad de antis. Y vivirán más tardes así, con esa chica con pinta de guiri que les tocó al lado con una libreta o aquel periodista que llamaba por el móvil entre toro y toro a la redacción para dar en vivo los avances. Gente que debía saber la ostia de esto. Gente leída.
Ellos nunca lo sabrán. Pero yo les escucho y aprendo. Yo les envidio.
Felices ellos, el último reducto de pureza que nos queda.
(La imagen, mangada de internet, es un precioso cuadro de Jesús Villar Grande, 'La fiesta de los toros'. Esa fiesta que torea de espaldas al pueblo...)
jueves, 2 de febrero de 2012
Brindaré por tí, Javier Castaño
A Javier Castaño no lo conocen las chonis que tragan al por mayor la casquería del corazón. Ni las que reconocen a Cayetano porque viste de Armani. Ni las que se ponen el waterproof en la pestaña y gastan retina para calibrar la seda que aprieta el culo de los toreros y los persiguen de hotel en hotel por si al día siguiente se lo llevan caliente en las tertulias de porteras, con la lengua larga y la falda corta.
A Javier Castaño no lo conocen los del puro en ristre y el traje de domingo en los días grandes de la feria, comprando al peso barreras de sombra, tanto tienes, tanto vales. Ni los del taurineo de la gomina y las fantasmadas, ni los que tiran de Mercedes antes de pegarle un pase como Dios manda a un toro.
A Javier Castaño lo conocen los aficionados cabales; aquellos que recuerdan aquel chaval que atravesó la puerta grande de Madrid de novillero. Los que sabemos que después de acariciar la misma gloria vino el percance y después el silencio. Y entonces tiró del impagable regalo de su afición, de sus ganas de ser alguien en el mundo del toro y volver a tocar ese pedazo de cielo que le corresponde a quienes salen a hombros hacia la calle de Alcalá; tiró de su tremenda fortaleza para crecerse en la sombra y volver a ascender los peldaños que conducen al sitio de honor en el toreo.
Todo esto lo ha hecho Javier en silencio, como se hacen las cosas que uno lleva tan dentro que decirlas en voz alta casi duele. Javier se ha reivindicado en la arena, sin volver la cara, tragando con toros duros y con el más duro trago, el más amargo: el de verse relegado en los despachos para conseguir contratos a dentelladas. Sabiéndose tan torero. Sin desfallecer, sin dejar esa rutina diaria que es casi como un mantra para los toreros que no son gedié, ni negocian derechos de imagen, ni son carne del marujeo patrio, ni figurines de Armani. Reinventándose un día y otro día, desgastando suela, sudando chándals, ejercitándose en el tesón, la voluntad, la fe en uno mismo cuando los demás adoran a otros dioses y dejan de quemar incienso a tus pies.
Probablemente él no se acuerda del día que nos presentaron, pero yo lo estoy viendo como si fuese aquel mismo día. Un día de esos en que el invierno se ceba al pie de las encinas; hacía un frío castigador en el campo charro y llegaba aterido, casi encogido, a que le volviesen todos los huesos del cuerpo a su sitio después de tentar. Era un novillero aún nuevo, pero nunca se me olvidó su nombre, el que no conocen los esnob, ni los aficionados de pacotilla, ni las marías del periodismo rosa. Nunca se me olvidó su nombre, Javier Castaño. Ni aquella mirada tan honda, tan seria. Ni aquellos labios sin mentiras, sin palabras de más, con silencios que dicen más que todas las enciclopedias del mundo juntas.
Ahora Javier Castaño acaba de anunciarse ante seis Miuras en Nimes. Como un tío que se viste por los pies. Con dos cojones, dicho en cristiano. A las chonis y los fantasmones, después de esta gesta, quizá siga sin interesarles quién es ese torero, ese hombre que este año rubricará desde el vientre de Chus la mejor faena de su vida. Pero a los demás, empresarios y aficionados, habrá que pedirles cuentas si no le dan, por fin, el lugar de privilegio que se ha ganado peleando como un león por sus sueños. Toreando.
Apura, Javier, la copa de la alegría. Y bébete a sorbos, despacito, el jugo de tantos sudores, de tanta amargura que ahora se vuelve dulce contra tu lengua. Porque yo sí; porque nosotros sí te reconocemos, porque sabemos desde hace mucho tu nombre y esperamos contigo ese día de mayo, ese Pentecostés sin fuego, y todos los días de celebración que tengan que venir.
Entonces yo, sin vaso de plata, con la copa del respeto a rebosar, brindaré contigo.
(La foto, preciosa, es del gran Juan Pelegrín, a quien quiero y admiro)
A Javier Castaño no lo conocen los del puro en ristre y el traje de domingo en los días grandes de la feria, comprando al peso barreras de sombra, tanto tienes, tanto vales. Ni los del taurineo de la gomina y las fantasmadas, ni los que tiran de Mercedes antes de pegarle un pase como Dios manda a un toro.
A Javier Castaño lo conocen los aficionados cabales; aquellos que recuerdan aquel chaval que atravesó la puerta grande de Madrid de novillero. Los que sabemos que después de acariciar la misma gloria vino el percance y después el silencio. Y entonces tiró del impagable regalo de su afición, de sus ganas de ser alguien en el mundo del toro y volver a tocar ese pedazo de cielo que le corresponde a quienes salen a hombros hacia la calle de Alcalá; tiró de su tremenda fortaleza para crecerse en la sombra y volver a ascender los peldaños que conducen al sitio de honor en el toreo.
Todo esto lo ha hecho Javier en silencio, como se hacen las cosas que uno lleva tan dentro que decirlas en voz alta casi duele. Javier se ha reivindicado en la arena, sin volver la cara, tragando con toros duros y con el más duro trago, el más amargo: el de verse relegado en los despachos para conseguir contratos a dentelladas. Sabiéndose tan torero. Sin desfallecer, sin dejar esa rutina diaria que es casi como un mantra para los toreros que no son gedié, ni negocian derechos de imagen, ni son carne del marujeo patrio, ni figurines de Armani. Reinventándose un día y otro día, desgastando suela, sudando chándals, ejercitándose en el tesón, la voluntad, la fe en uno mismo cuando los demás adoran a otros dioses y dejan de quemar incienso a tus pies.
Probablemente él no se acuerda del día que nos presentaron, pero yo lo estoy viendo como si fuese aquel mismo día. Un día de esos en que el invierno se ceba al pie de las encinas; hacía un frío castigador en el campo charro y llegaba aterido, casi encogido, a que le volviesen todos los huesos del cuerpo a su sitio después de tentar. Era un novillero aún nuevo, pero nunca se me olvidó su nombre, el que no conocen los esnob, ni los aficionados de pacotilla, ni las marías del periodismo rosa. Nunca se me olvidó su nombre, Javier Castaño. Ni aquella mirada tan honda, tan seria. Ni aquellos labios sin mentiras, sin palabras de más, con silencios que dicen más que todas las enciclopedias del mundo juntas.
Ahora Javier Castaño acaba de anunciarse ante seis Miuras en Nimes. Como un tío que se viste por los pies. Con dos cojones, dicho en cristiano. A las chonis y los fantasmones, después de esta gesta, quizá siga sin interesarles quién es ese torero, ese hombre que este año rubricará desde el vientre de Chus la mejor faena de su vida. Pero a los demás, empresarios y aficionados, habrá que pedirles cuentas si no le dan, por fin, el lugar de privilegio que se ha ganado peleando como un león por sus sueños. Toreando.
Apura, Javier, la copa de la alegría. Y bébete a sorbos, despacito, el jugo de tantos sudores, de tanta amargura que ahora se vuelve dulce contra tu lengua. Porque yo sí; porque nosotros sí te reconocemos, porque sabemos desde hace mucho tu nombre y esperamos contigo ese día de mayo, ese Pentecostés sin fuego, y todos los días de celebración que tengan que venir.
Entonces yo, sin vaso de plata, con la copa del respeto a rebosar, brindaré contigo.
(La foto, preciosa, es del gran Juan Pelegrín, a quien quiero y admiro)
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