sábado, 27 de agosto de 2011

Te llamo y te lo cuento












Verás, Alfonso:

Cuando cambio de teléfono, enfrentarme a la agenda supone un ejercicio de memoria, una especie de repaso a la propia vida. A veces dejas fuera de esa agenda a gente que has querido y no supo estar a la altura. Pero no soy capaz de borrar los números de aquellos a quienes todavía quiero, aunque estéis al otro lado de la vida. Es una manera de decirme, de deciros: estáis aquí.

Te cuento esto porque más de una vez he tenido tentaciones de llamarte, por si fuera mentira aquel 27 de agosto en Salamanca, seis años de por medio, ahora que mi Cái queda tan lejos, ahora que no escucho el Atlántico lamiendo la tierra; ahora que ya no tengo aquel ordenador cuyo teclado empapé literalmente, y ya no sé si fueron lágrimas o agua del mar. Por si lo mismo, con un click, borro, desmemorizo aquello, como si no hubiera sucedido.

Y no te llamo no siendo que me mandes a tomar por culo por no hacerlo antes. O porque me da pavor enfrentarme al silencio, a un número que no exista, un pitido, un contestador o a otra voz que no sea tu voz, irrepetible entre todas las voces.

Esto sigue manga por hombro. Lo podrido, podrido está, cada vez más, y poco se aprende desde que el maestro Vidal y tú abandonáseis la cátedra de tinta y papel; de polémica y poesía, de cántico y castigo, sin herederos que supiesen cargar la pluma de corazón, cojones y conocimiento, aliñados en una prosa prodigiosa, para cantar las verdades del barquero. Pegapases o juntaletras, lo mismo da.

El caso es que nos quedamos muy solos en ese viaje a los toros del sol en el que te intentamos seguir los pasos, muy por detrás, si nadie conoce como tú aquellos trazados, ese mapa de la piel del toro que llevabas grabado en la palma de la mano, como si ahí estuviese tatuada toda la historia del toreo. Tanto cabía, fijo.

Y ahora, seis años después, me quedo con las ganas de llamarte y decirte que Morante canta por bulería cuando se abre de capote; que me hubiese gustado leerte incendiario, incendiando, en un puñao de temas que te habrían puesto a hervir los dedos sobre las teclas de la vieja máquina, aunque lo mismo ya estarías reciclado para el mundo, echando sal y otras especies a esto de internet.

Fuiste, has sido, eres un grande. El más grande, el más sabio. El más irreverente, el más iconoclasta. Y como no me decido a llamarte, te escribo esto. Para celebrar tu vida desde aquel abril luminoso en que asomaste al mundo y lo pusiste patas arriba como un huracán con viento de Aries, peleón como el vino recio, altivo como la encina que nunca se muere. Y ya eres todo eso: viento que azota y acaricia, vino profano de consagrar y repartir entre todos; encina rugosa en la tierra, para siempre.

Aquí abajo te seguimos queriendo. Lo mismo un día te llamo y te lo cuento, y de paso me mandas a freir puñetas porque ya le has pillado el punto a lo de descansar en paz -buena putada nos hizo la muerte- y queda lejos toda esa guerra que llevabas en la sangre.

Un beso, querido, berrendo en nostalgia, por lo mucho que se te echa de menos, por ese hueco que ya nunca ocupará nadie.

(p.d. la foto la mangué de internet)

miércoles, 24 de agosto de 2011

Rezándote, verde y oro


Pasa un minuto de las tres y estoy aquí, rezándote ante un espacio en blanco donde musitar tu nombre en voz baja como quien aprende su primera plegaria frente a un teclado.

Rezándote contra la madrugada en esta capilla sin puertas, a cielo raso, sin bóvedas ni cigüeñas; rezando tu cabello sin incienso, tu carne sin ungir, el mentón reposado sobre el firmamento, el compás de tus latidos meciendo todos los sueños.

Rezando la seda verde de tus secretos, ofreciendo mi silencio desde la hondura, desde la belleza que duele si la redacto en esta soledad, tan para mí, silencio y madrugada, mientras los demás cantan el último prodigio a voz en grito, o abjuran de tu credo en esta hoguera de vanidades, en este circo de los sinsentidos, pensando que quien más sabe es quien más duro pega. De palabra, de obra, sin omisión.

Es la premisa del castigo, de los teóricos que nada tienen que ver con esto; ni con lo tuyo ni con lo mío. Nada que ver con mi cántico, el salmo de tu cintura, el rosario encadenado de misterios discurriendo por tu mano diestra, el tiempo danzando en tus muñecas, tan leve; la letanía final atronando en la muleta, dos naturales inmensos donde se venció el mundo por el costado izquierdo en los pitones acaramelados, en el pelo colorao donde leo tus versículos. Dos pañuelos, dos palomas. Gratia plena. Y te canto, y te rezo.

Yo estoy aquí, en este templo sin tribuna ni parroquianos, sin siquiera una firma; sin lenguas de fuego ni látigos, sin importarme si sé o no sé, sin ganas de justificarme en esta noche que quiero sólo para mi, para rezarte cerrando los ojos como se reza a los dioses, como se evoca lo que más se ama, lo que presentimos allá arriba, por encima de las estrellas y de noches así, bochorno y nubes, presagio de tormentas, verano casi vencido, exprimido de plaza en plaza.

No te conocía y te vi bajo la lluvia, agua que no cesa, agua bendita; tu primer toro. Y creí entonces como creo ahora, tantos años, tantos siglos después, sin necesidad de explicarme, sin necesidad de entenderte, como no puede entenderse lo que sale de las tripas, de los poros, la genialidad que no se aprende, el lance irrepetible, el trazo de lo que siempre perdura esculpido en lo efímero, en el aire, no más. La gracia, el don, la inspiración, la magia.

En silencio, rezando, besando sin besos la mano, el índice en alto que apunta a los cielos, dibujando sin saberlo aquella mano de Ordóñez que un día acarició a toda la historia del toreo. Bendiciendo, consolando acaso tantas tardes sin lágrimas, tantas tardes sin latidos.

Rezándote verde y oro, como a las Vírgenes bajo palio que cantan su pureza; que cantan la esperanza del mundo, un paso por delante del dolor, quemando la cera del destino bajo los pies, rozando la gloria a hombros de un puñao de hombres, el vientre del círculo abriéndose gozoso, descerrojando la puerta grande de lo insondable. Rezándote sobre el albero plomizo de las entrañas de la tierra, en la boca de riego de lo que nunca puede olvidarse, lloviendo el viento.

Yo te canto contra la madrugada, Morante; al límite, en el abismo por el que se precipita mi alma cuando alza el vuelo tu capote y clavas la zapatilla. Y me sigue doliendo la bendita locura que desparramas, la torería arrogante, tu presencia sobre la arena. Y te escribo sin versos, enterrando las palabras lejos del mar porque no quiero encontrarlas.

Yo te rezo contra el alba, ahora que los demás duermen y se posa sobre la tierra el milagro mecido, el teorema imposible de tu toreo.

Así pasen los siglos, Morante, verde y oro. Amén.

(Las fotos, de Arjona, son de Aplausos)

martes, 2 de agosto de 2011

Hembra y seda


Porque naciste hembra llevas la piel tatuada en oro y seda, el vientre dispuesto para la herida, el terciopelo en los dedos, las estrellas en el pelo, la coraza en el pecho, el secreto en los labios.

El mundo por montera en un océano de hombres donde navegas sin prejuicios desandando la sumisión, el silencio de siglos, los miedos que igualan a hombres y mujeres contra la pared de ladrillos, en la antesala del rito; sometiendo toros más fieros, más broncos que los que pastan bajo las encinas esperando su momento de gloria, el último, el primero, en la arena. Clavando las zapatillas en tu orgullo de hembra, en tu orgullo de torero.

Conocerás otras glorias, tocarás de nuevo las estrellas en noches de julio, oro y seda sin oro y seda, hembra y seda. Descerrojarás un día la puerta grande de tu alma. Soñarás, quizá, el dolor de las carnes abriéndose dando paso a la vida, del agua a la tierra, del silencio al llanto primero. Lidiarás soles y lunas, engarzarás caricias con los mismos dedos que empuñan el acero.


Pero ahí, sobre el albero, queda desdibujada la luna que esconden tus pestañas, la ternura que guardas bajo la camisa, la esbelta redondez de tu signo. Antes, un capote de paseo guardará tu cintura, anudado sin nudo por la mano de los hombres, toreros que visten a un torero descontando el tiempo. Ahí, sobre el albero, ofrecerás los muslos, y los tobillos, y el corazón, y el estómago, sin guardarte siquiera un ápice de vida; entera, valiente, como quien se entrega sin pensarlo, como quien se abandona sin visado de regreso, todo o nada; como quien escribe un diario en las vueltas de un capote mecido sobre los vientos. Torero.

Ahí, sobre el albero, crecerás sin apego a lo que eres, a la hembra nacida de hembra, descreída de la prisión del cuerpo, para apretarte los machos con pulso femenino y hacer verdad el milagro, el misterio del toreo, que también viste hembra y seda, que también teje lunares invisibles en la piel.

Va por tí, Conchi Ríos. Torero.

(p.d. Las fotos pertenecen a un maravilloso reportaje de mi amigo Alfredo Arévalo, realizado la noche en que la novillera tocó las estrellas del cielo de Madrid)