lunes, 17 de octubre de 2011

La puerta de los Caballeros

Para Manolo Sánchez, en su despedida.

Hay mujeres que cuando se cortan la melena, uno o dos centímetros, no más, sufren como si se tuviesen que desprender de su misma piel. Como si los cabellos doliesen de la raíz a las puntas, llaga que no sangra igual que el alma apenas pesa. Supongo que no es un dolor parecido al que puedan sentir los toreros cuando se cortan la coleta, cuando se desprenden del postizo que los identifica sobre el albarizo como lo que son: toreros.

Manolo Sánchez besó el albero después de cortarse la coleta. Como se besa por última vez, sin la torpeza del beso primero, de los labios tiernos; sin la tersura de la carne que no conoce la herida. El último beso. Ofreciéndole al destino su vida de torero ya sin seda, como las beatas que cortaban sus trenzas a los pies de los Cristos confiando en el milagro, esperando lo imposible. Como un torero sin tierra, como un Sansón sin melena, como un héroe sin espada.

Vestido de luces, burdeos y oro. Como el vino oscuro de la Ribera del Duero, que amontona solera en la barrica. Desnudo, quizá llorando por dentro con ese llanto sordo que brota de las tripas, que fluye como los latidos, despacito, a compás, sin hacer daño.

Le faltó Madrid para decirle adiós, para volver a sentir el calor del ladrillo rojo, el último escalofrío, esos tendidos inmensos que parecen una escalera al infinito. Para recorrerle el cuerpo con la muleta como una lengua de deseo incontenido, como se besa por última vez a la hembra que te dio tanto, con la vida en la boca, sin resabio. Esa plaza de Madrid donde el mundo se ve más pequeño, porque cabe en su ombligo, en la boca de riego, y más allá no nay nada, sólo el paraíso con las llaves colgando del filo del acero, del vuelo de un capote tan suave como la primera caricia, del trazo imborrable de la franela dibujando los lances más clásicos, sin probaturas ni adornos, en carne viva.

Esa plaza de Madrid donde la calle de Alcalá se confunde con la primera avenida de la gloria, a mano derecha según se va al cielo. Un cielo que se hace tangible cuando te elevan sobre los hombros y puedes recortar un pedazo como si fuera una oblea. Trac. Un crujido en la yema de los dedos. El cielo. Esa plaza de Madrid donde hizo el paseíllo treinta y tres veces. Treinta y tres vidas ante el toro, más allá de los treinta y tres años de Cristo.

Manolo Sánchez besó el albero y se cortó la coleta, como quien se arranca del pecho veinte años para que la vida sea más ligera, para que no pese tanto el silencio en las hombreras, la elegancia en las formas, y se tatuó en la memoria las tardes de triunfo, la muleta tan baja que era un desmayo, el silencio sobrio de la belleza que no necesita explicarse, pero duele, como si te punzase algo invisible. Transparente, con el milagro del temple aún caliente en las muñecas, con la sabiduría que da mirar frente a frente a un toro y saber que puedes sobrevivirlo así pasen los años.

Manolo Sánchez besó el albero y se cortó la coleta. Los pañuelos blancos en el aire, como una despedida. El último beso. El último toro. El último pedazo del cielo, tan frágil. Trac. Después, la Puerta de los Caballeros se abrió para él, caballero sin caballo de planta erguida y pies clavados en la arena, igual que se clavan las raíces que se hunden sin pensar en el hueco que abren en la tierra, sin buscar el agua para aliviarse.

Dicen que se escuchó un crujido bajo la Puerta de los Caballeros. Trac. Un chasquido invisible, un beso sin tiempo, una oblea, el último cielo. Y Manolo Sánchez no volvió la mirada, asomándose a su vida nueva, paisano y oro, memoria. Torero siempre.

1 comentario:

Josué dijo...

Suerte para esa nueva vida. Espero que no lejos del albero. Lo que perderíamos, si se aleja tanto. Esa muleta elegante y sobria. ¡Suerte.!