He buscado la foto, pero no la he encontrado. Da igual; la llevo clavada en la retina. El torero cabizbajo en el callejón, confesando a micrófono abierto que no puede con el peso de la púrpura, intentando salvar los trastos de una faena ya insalvable.
Quizá porque sé que los hombres somos dioses venidos a menos, que todos somos gigantes que en algún momento posamos los pies sobre el barro, siempre me pongo del lado de aquellos que se sienten vencidos. Así hemos visto a El Cid; como si se hubiera echado sobre las hombreras todos los siglos del mundo; como si aquella izquierda mágica que sostuvo con pulso y temple todas las almas de Madrid se hubiese acabado cuando salía Fiscal por la puerta de toriles. Uno de Alcurrucén de lío gordo que si llega a caer en las manos del aquel Cid más campeador, aquel Cid que nos deslumbró con su pureza, con la suavidad y el poder de la zurda, hubiese puesto patas arriba los tendidos y abierto la puerta grande de Las Ventas a la gloria.
No me creo ni de coña que la culpa la tengan las voces de los aficionados más críticos. A fin de cuentas exigen a quien sabe y puede bordar el toreo. Lo ha demostrado. Malos aficionados serían si no se lo demandasen. La lengua pecó de soberbia; pero esa expresión, esos ojos cuya foto no encuentro, no mentían; o no se mentían a sí mismos.
Más bien creo que Manuel Jesús era consciente de que se le escapaba ese toro de triunfo como se nos escapa el agua entre los dedos, con la impotencia de quien no puede hacer nada para que el líquido retroceda, regrese al cuenco de la mano. He ahí el desencuentro. El peso de un no poder. Tampoco creo que los críticos sean advenedizos si dejan constancia de que el torero no pudo o no quiso, igual que un día vistieron en titulares su toreo de cante grande, cuando todos empujábamos con el alma para que entrase aquella Tizona aviesa y el de Salteras pudiera salir, por fin, a hombros del templo del toreo.
Cuenta la historia, entretejida con la leyenda, que el Cid ganó su última batalla después de muerto, a lomos de su fiel Babieca, con su silueta de guerrero imponiéndose sobre el horizonte y la morería rendida a su espada. Yo hoy he visto rendirse a un guerrero sobre la arena, allá donde nunca deben rendirse los que han sido grandes.
Quizá sólo sea eso, el peso de la púrpura. A mí me encantaría ver a este Cid resucitado y cierto, macizo, poderoso, memoria de aquel Cid que atesoraba tanta verdad en sus muñecas, la eternidad en la izquierda. Aquel Cid que no buscaba justificaciones en los gritos del tendido ni en la responsabilidad de ser figura. Porque ahí arriba, en la cima, en los hombros de los hombres, hasta el mundo tiene que ser más liviano.
Y si no pueda ser, caiga el telón púrpura y muera por la boca, sólo, el pez.
(La foto, del genial Juan Pelegrín, es de Las Ventas)
miércoles, 23 de mayo de 2012
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