viernes, 15 de mayo de 2015

Va por ti, Saúl Jiménez Fortes

Los toreros rezaban en la puerta de la enfermería  y las lágrimas abrasaban en los ojos como lágrimas calcadas de otras lágrimas, las lágrimas de la tarde maldita, hace ahora un año.

Dos veces, dos. Saúl Jiménez Fortes se clavó dos veces de rodillas frente a la puerta de chiqueros como quien hace penitencia en los días de la Pasión. El aire de Las Ventas silbaba el nombre de David Mora, hoy como hace casi un año, aquel 20 de mayo de lágrimas y heridas en la tarde de los tres toreros heridos, Saúl compañero de cartel y carnes rotas, en la tarde de la verdad más cruda del toro, la terna en el mismo hule. Dos veces, dos. Saúl ahí plantado, con su vergüenza torera de rodillas y los toros de Picasso inmóviles en el capote de paseo. Va por ti, David Mora.

Dos veces, dos, se arrodilló el torero como quien purga pecados antiguos, como quien pide gracias a un dios invisible que sólo los toreros saben cuando se hincan de rodillas frente al mundo. Dos veces se ofreció entero en la puerta de los miedos para borrar miedos pasados y la sombra de la tragedia que planeó sobre Madrid otro día, otro mayo. Va por ti, David Mora.

Saúl Jiménez Fortes tenía ya en su mano la llave de la puerta grande después de que Las Ventas se rindiese como se rindió el tercero a su toreo sin trampas, a su querer ser y mandar, tan desnudo y cargado de razones, valiente hasta poner a galopar el pecho de los miles de corazones que latían en su muleta, que terminó por doblegar razones y embestidas, la alegría de la oreja, el cielo de Madrid un poquito más cerca. Va por ti, David Mora.

Dos veces, dos, porque el que quiere ser torero sale a cara de perro aunque le cueste la vida y así se la jugó Saúl Jiménez Fortes, un torero, hasta que el buey que hacía de sexto, seiscientos y pico kilos de toro, hizo presa en su cuello hurgando la muerte que ronda por la yugular y la carótida, la sangre caliente, la huida hacia la nada, un instante y pasaporte, y ya no eres, dejas de ser ahí mismo, mientras algunos buscan la carroña que vende en los telediarios, en el papel, en internet. La foto que hoy se repetirá hasta la saciedad, que ilustra la tragedia en bocadillo con el morbo, mientras un padre, una madre, una hermana, un mozo de espadas, una cuadrilla, corren hacia la enfermería como a quien le arrancan un pedazo de alma. Los toreros lloraban en la puerta. Los toreros rezaban.

Dos veces dos, el sexto, que no humillaba, descolgó para ir en busca de la muerte que acecha cada tarde, la cara y la cruz, la luz y la sombra, los tendidos enmudecidos, la conmoción que envuelve la tragedia, que va de la mano de la gloria aunque nunca le echemos cuentas si no nos sobrevuela y nos oprime y nos recuerda que siempre está ahí, que la vida es el instante. Descolgó para clavar como una aguja de hueso su punta bajo el mentón, allá donde circula sin pausa el tren descarrilado de la vida.

Dos veces, dos, se arrodilló Saúl como quien se inclina ante Dios a la espera un milagro. Quizá por eso el dios antiguo de los toreros escuchó su plegaria despreciando su ofrenda, la propia vida y protegió con sus manos invisibles las venas y las arterias por donde escapan los latidos en un santiamén, ser o no ser, la frágil línea que separa el cuerpo del alma, la vida de la muerte.

Dos veces, dos, el milagro quedó redactado como un versículo sin tiempo en el nombre de Saúl.

Va por ti, Saúl Jiménez Fortes.


(La fotografía es de Juan Pelegrín. Los toreros también rezan)

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