domingo, 17 de abril de 2016

Yo también te saco a hombros, Padilla

Juan José Padilla por la Puerta del Príncipe de Sevilla (Foto Efe)
Las normas y los reglamentos se inventaron para romperlos. Y el corazón, la pasión, no entienden de normas, no son valores reglados. Por eso la Puerta del Príncipe se abría ayer de par en par para Juan José Padilla y no seré yo la que discuta su legitimidad, su fuerza y su justicia.

Juan José Padilla salía ayer por la Puerta del Príncipe a hombros de su hermano Jaime, torero de plata, la misma sangre, la misma ley, aquellas lágrimas en el callejón. A hombros de su tesón, de su voluntad, de su coraje, de su admirable fuerza y su ejemplo. A hombros de su lucha, de su alegría, de sus soledades, de su tremenda fe, de sus miedos, de sus victorias. A hombros de la memoria de más de veinte años de alternativa, de tantas plazas, de tantos nombres de leyenda, de no volver jamás la cara ante las más duras.

Aún soñando, Juan José me decía esta mañana que ha sido un regalo de Dios poder vivir ese momento. Pero no, Juan José. No ha sido un regalo de Dios, aunque comparto contigo que Dios se posa sobre todas las cosas. No ha sido un regalo de Dios, ni siquiera de los hombres. La Puerta del Príncipe de Sevilla se abrió ayer porque Sevilla se rindió al corazón, a la pasión, al agradecimiento a quien tanto le ha dado al toro, a quien tantas tardes ha ofrecido su vida sin guardarse nada.

Ayer era la tarde porque todo lo hizo bien en puro Padilla, con su forma de entender e interpretar el toreo, yéndose a portagayola como quien empieza en esto, con ambición en los lances, en los quites, el poderío de sus banderillas, la muleta mandona y el alma detrás de la espada. Puro ciclón. Lo de menos, y algunos me harán la cruz, fueron las orejas, el criterio inamovible de quien considera que Sevilla ha perdido el juicio. Para mí lo ha ganado por la mano. Y habló el pueblo, el que ruge, el que mantiene vivo esto, el que paga, el que decide. Díganme ahora que de esto no sé y lo mismo aciertan, que no digo que no. Pero siento. Pero creo. Pero vivo. Sevilla fue un enjambre de pañuelos blancos como los latidos de miles de corazones.

Y aunque los más ortodoxos apliquen reglamentos y normas, el toreo no se va a venir abajo porque ayer una plaza estallase en una tarde de abril, una más de miles de tardes, en la que Padilla fue puro corazón, pura entrega, pura ofrenda en el ruedo. Con la ambición de un chaval que busca su sitio, con el valor de quien no ha perdido la vista y tiene centenares de puntos de sutura en el cuerpo, con la alegría de quien acude a una cita con su eterna novia y por fin ve abierta la puerta de su cancela y puede acariciarla.

Para bien y para mal las orejas son despojos. Y el toreo es mucho más que eso. El día que no haya emoción, pasión, corazón en una plaza esta menda no volverá a sentarse en un tendido. Por tus cientos de paseíllos con los Miuras y los Victorinos, con los hierros más duros; por tu enorme amor al toro, por tu permanente ofrenda y por tu ejemplo, de haber estado en Sevilla yo te hubiese alzado sobre mis hombros. Ayer era la tarde, 16 de abril en el calendario.

Enhorabuena, Juan José Padilla, porque lloré contigo y el corazón se me disparó cuando atravesabas la puerta de la gloria y tocabas el cielo de Sevilla. Porque regresé a aquella tarde en Zaragoza, a tus años de gladiador sin apenas recompensa cuando pocos te conocían, a tus ferias con cuentagotas y las carnes abiertas, a aquel indulto a un Victorino en San Sebastián coreado en El Puerto a miles de kilómetros, a aquella noche en que mi corazón se quedó apostado en las puertas de un quirófano a la espera del milagro, a tu ejemplo, tu paciencia, tu generosidad, esa fe que mueve montañas, ese corazón tan grande, tan torero y tan humano.

No; no fue un regalo de Dios, ni de los hombres. Los reglamentos se hicieron para romperlos, para que cobren vida, para las excepciones con los seres excepcionales. Y ayer Sevilla supo sacar a un torero, pero también a un excepcional hombre de carne, hueso y alma, por su puerta eterna, la de los sueños, la de los príncipes.

Yo también estaba allí, ahí mis hombros. Mis respetos.


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