martes, 13 de marzo de 2012

Medio siglo de magisterio

Ahí, en la arena, la verdad se escribe de tú a tú, sin más ortografía que la espada. El capote desplegado conteniendo el aire en la seda, acariciando, besando. La cintura acompasando, la muñeca sometiendo, atemperando. El miedo que reseca la garganta contra el ladrillo antes del paseíllo. La soledad en el ruedo.

Ahí, en la arena, permanece la rúbrica, el sello personal, la caligrafía limpia del torero. La verdad sin médula de la Tierra de Campos, los surcos en corto, como si fuese el cereal cimbreando el sutil trazo de la muleta, lamiendo; los mares de plata despuntando en oro, vistiendo de luces la espiga. Toreando. Ofreciendo los muslos, el pecho, los tobillos, el estómago. Toreando. Y nada más. La verdad sobre las carnes a punzón de asta, con hilo de sutura. El tributo. La sangre. La cicatriz. Y de nuevo la vida.

Aquel chaval, tan poca cosa. Atrás quedó el sudario de los palomares, Villalpando tan adentro. La primera escuela en el desván de la casa del pueblo: Juan Belmonte que estás en los cielos. La herida trazando mapas en las axilas, en las ingles, en las tripas, bajo el mentón, buscando siempre, despreciando la lentejuela y los alamares. Los caminos y los cercados; la senda del maletilla, la muerte a cara de perro; las talanqueras, las espinas sin rosas, las vacas añejas. Los mozos embrutecidos por el vino, las plazas de carros y los toros resabiados; peldaños imposibles, peldaños primeros para salir en volandas de la miseria a la gloria, de la nada a la puerta grande de los héroes, allá donde el cielo es una realidad tangible. Andrés Vázquez a hombros por las calles de Madrid.

La tauromaquia en blanco y negro. Mi primer recuerdo. Una media cargando la suerte, como si el mundo se abrochase en la cintura. Y luego la única verdad, tan natural. Puro, vertical, lidiando sobre las piernas, recreando estampas antiguas de los toreros poderosos, erguidos como encinas de los campos de la vieja Castilla. Los hierros más duros, los pelos cárdenos, los toros más fieros, los nombres más temibles. Tú o yo. Andrés Vázquez ciñéndose la vida a los costados, obligando, vaciándose entero, sosteniendo veintitantas mil almas.

Todo lo lleva grabado en la piel, a hierro y fuego. Todo en el gesto, como si armase muletas invisibles con la lengua. Porque habla en torero, porque pisa en torero, porque vive en torero, porque es más torero dormido que el mundo despierto. Todo esto lo ha vivido. Porque es historia viva de la tauromaquia. Porque conjuga los nombres de la leyenda: Ordóñez, Dominguín, Bienvenida, Su Majestad, Chenel, Camino, Ostos, Puerta

Más allá el cántico hondo, soleá de secano, tierra adentro. Y aquí el silencio. El silencio de la reverencia. Andrés Vázquez, MAESTRO, inmenso y oro.

Gracias por estas Bodas de Oro con el toreo. Gracias por el magisterio. Por la vida.



(La imagen está tomada en el estudio de mi padre, donde permanece esa media eterna en blanco y negro. Mi primer recuerdo. La segunda imagen es de la faena a Baratero en Las Ventas)

1 comentario:

Josué dijo...

Simple y puro como antaño Castilla La Vieja. Ese es Andrés.
Un bss