Con la mirada azul clavada en el centro de la arena y más allá la nada. Con un puñal invisible clavado en el alma y un dolor insondable en la nuca, al desprender el postizo rubio, como si le estuviesen arrancando un pedazo de alma, que sólo pesa veintiún gramos pero es la máquina que mueve el mundo.
Así se iba ayer Julio Aparicio de la plaza de toros de Las Ventas, allá donde se inventó la luz un mayo de 1994, cuando salió directo a la gloria después de firmar una antología del toreo. Yo lo veía transparente, como si no estuviera, enfundado en la seda y el azabache. A dolor vivo. Transparente de puro frágil, de puro quebrado, tocado en su orgullo de torero. Asumiendo, masticando tanta amargura con la misma boca que perforó un toro sin miramientos, cuando todas las lenguas recitamos en su nombre. Tan digno con la mirada perdida en el centro de la tierra, en la boca de riego de las tardes que ya no serán. Con el alma arrastrando por la arena, la misma donde firmó grandeza en estado puro aquella tarde en que rozó el cielo azul de Madrid asido a las orejas de uno de Alcurrucén.
Ya entonces daba igual el petardo, la masa enfurecida, los tendidos desmemoriados, irreverentes con quien tantas primaveras ha posado en su capote, en la muleta de seda revestida de las informales costumbres de los grandes, que no entienden, que no saben de la regularidad que se les pide a los sin alma, a los matemáticos del pase, a los toreros de pose y metrónomo. La genialidad es otra cosa; la incompostura del genio, la sorpresa, la inspiración. Como el aire; que no se explica, pero es necesario. Las sombras, las broncas, las tardes de vacío. Y la esperanza anunciándose de nuevo siempre. Ahí el misterio, ahí la emoción.
He visto cienes y cienes de veces aquella faena como quien acude a buscar agua en mitad de un secarral. Ese toreo exquisito, irrepetible, incalcanzable. Aquella pureza, aquella verdad, aquella hondura que nos cosió el nombre de Julio Aparicio a las entretrelas, que forjó aficionados desde las tripas, que nos pellizcó el alma de tal manera que siempre buscamos aquella claridad inexplicable en su mirada insultante de bonita, en sus muñecas de aire, tan leves, tan mágicas, en el deje de cante grande de sus maneras.
Usura es la memoria, dejó escrito un poeta de mi tierra. Usura fue ayer la tarde sin compostura, las almohadillas sin vergüenza, la ausencia del silencio emocionado y la ovación de respeto a un torero que se cortaba la coleta y se arrancaba el alma para dejarla sobre el albero de Madrid. Transparente, como si no estuviera. Tan ausente. Tan a dolor vivo.
Dios te guarde, Julio Aparicio. Torero. Grande.
miércoles, 30 de mayo de 2012
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
MA-RA-VI-LLO-SO. Gracias por esta despedida al MAESTRO.
que bien berrendita!
Publicar un comentario