martes, 28 de agosto de 2012

Digo Diego, digo Urdiales

Te recordaré siempre ahí, en esa arena negra donde los toreros parecéis figuras coloreadas sobre un viejo fotograma en blanco y negro. La arena gris de Vista Alegre. La misma arena donde hace dos años dictaste, rosa y oro, una lección de tauromaquia tan inmensa que de cuando en cuando necesito verla para que no se me olvide que todavía se torea así, que todavía quedan toreros que honran a la vieja escuela con aires de toreo eterno. Esa lección que deberían ver al menos una vez en su vida los que sueñan con ser toreros de verdad.


Porque tú acaricias el sueño. Y lo construyes desde los cimientos, con las zapatillas clavadas como un árbol de raíces inabarcables. Ahí, Diego, azul Bilbao y oro, tan azul, tan lleno de torería en el ruedo, creciendo en cada toro hasta agigantarte en el último de la tarde –Javier Castaño camino del hospital-, presentando una vez más esas credenciales que son ya un clamor para que las empresas te den, ya sin pelea, el sitio de honor que te has ganado sin volver jamás la mirada, sin desandar los pasos.

Tú acaricias el sueño. Lo hilvanas con puntadas invisibles en el capote, para desplegarlo sin pecado en una media eterna con signo terracampino, memoria de Villalpando, tan de seda, tan en los medios del mundo, tan contra el tiempo, amarrando la eternidad en la cintura. Ese concepto tan de verdad, desgarrado como un cante jondo, sabio como un vino de Rioja con poso de siglos, valiente como quien acude a una cita sin guardarse nada, dejando pasar a los toros por la barriga, tan cerca de donde late todo, como si pudiera fluir el alma desde la muleta y después romperse, abandonarse en naturales cuyo trazo no se acababa nunca. Azul Bilbao y oro, azul Diego Urdiales sobre el albero cárdeno, frente al cárdeno toro de Victorino, que vende cara su muerte cárdena.

Así, Diego, impasible ante la voltereta anunciada, aceptada como el Cáliz del Cristo del Huerto de los Olivos, que asume que en el camino hacia la gloria es preciso cargar con la cruz, morir en el Monte de las Calaveras y resucitar después para imponer la vida como dogma inamovible. Hecho un tío. Inmenso. Firme como un milagro que no quiere salir de su santuario, sin poses ni alivios, elevado sólo sobre la fe. Tan cierto en tus convicciones, rozando lo perfecto, macizo, rotundo, más allá de la belleza y del temple. Tanto, que daban ganas de decir ‘amén’, aunque Bilbao, en el norte, sin norte, no supiera por dónde andaba.

Digo Diego y digo torero. Digo Diego y digo grande. Digo Diego y recito un credo. Porque creo en un tiempo que pondrá cada cosa en su sitio, cada nombre en su justa parcela de la memoria.

Digo Diego y digo Urdiales. Y no queda nada por decir, si todas las palabras quedaron escritas en la arena, en la tarde última, en la verdad azul de la seda cosida a la piel, a la carne, al alma, al hambre eterna de ser alguien, de saberse. Azul Bilbao y oro.

Digo Urdiales. Digo Diego. Diego Urdiales, sí. El torero. El toreo.


(Columna publicada en Cultoro . La imagen es de La Rioja.com, de Miguel Pérez-Aradros)

No hay comentarios: