Que esto no para.
Que el tiempo no se detiene, aunque a algunos de cuando en vez se nos pare el
reloj por dentro y pensemos que el mundo se apea del mundo. Pero no. Esto no
para.
Enero se dispara,
los días crecen. El campo despierta, la vida emerge entre el hielo y las
nieblas. El runrún de nombres y carteles, las cábalas a media voz, los
teléfonos echando humo. Ciudad Rodrigo ahí, a tiro de piedra, vistiendo ya sus
calles de talanqueras, ensamblando tablones para erigir la plaza de febrero, la
del Carnaval del Toro, que culmina el hambre de los chavalines que quieren ser
toreros, que aún sueñan al pie de los cercados y de las encinas.
Tenemos ganas.
Hemos matado el mono pisando la tierra húmeda de las dehesas, desafiando los
vientos de invierno que cortan como cuchillos, echando la pinta de aguardiente
cerca del fuego donde se ponen al rojo los hierros y los guarismos, santo y
seña. Hemos esperado a la madrugada pendientes de un enlace pirata para ver a
trompicones los toros de la México. Hemos visto la ‘re-re-re-redifusión’ en el
Plus de aquella tarde que ya nos sabemos de memoria. Sí, yo he pecado. Yo
confieso.
En octubre
estábamos hastiados. Esta vez es la última. El año que viene ya no más. Hartos de
aficionados que van a la plaza con un ojo tapado para ver el vaso medio lleno o
medio vacío, según convenga. Toristas y toreristas, ultras del p’acá y p’allá y
venga con la tabarra, como el rayo que no cesa mientras nos sacuden leña a
destajo en otros frentes y nosotros nos fracturamos más y más sin atajar la
clave del cemento en los tendidos. Pero ya se acabó. Ya no más. El año que
viene ya no.
Y aquí estamos.
Con ganas de toros, a pesar de este sindios, de esta falta de cordura, de la
codicia de los jerifaltes del monopolio y las palmas con las orejas de sus
voceros. Aquí estamos a pesar de todos ellos. Sacudiendo el monazo, reservando
fechas en la cabeza a partir de marzo, descontando los días. Locos por sentir
el frío del tendido en el culo y el cosquilleo en el estómago antes de que se abra
la puerta de toriles. Locos perdidos, con la que está cayendo.
Aquí estamos.
Rascándonos el bolsillo en un país donde a los pobres nos putean y a los ricos
les inyectan pasta, pero hasta eso se nos olvida si Morante pega una media que no se acaba o si un toro se arranca al
caballo como quien acude a un despacho a recibir una condecoración. Aquí
estamos cargados de buenos propósitos, en el kilómetro cero de la esperanza.
Locos para ver, para sentir, para vivir una nueva temporada, a ver si por fin
alguien pone un poco de orden en todo esto y sienta las bases de una nueva
forma de contar, de explicar el toreo y su mundo, que se cifra en los euros del
siglo XXI y se escribe con la grafía del siglo XIX porque siempre se hizo así,
y lo que siempre se hace así no tiene discusión para mayor gloria del
oligopolio de algunos.
Aún así, aquí
estamos. Con ganas de toros. Locos perdidos. Y ahí, en esta locura, en esta
esperanza, en esta fe inquebrantable, en todas las incógnitas que iremos
despejando peregrinando de plaza en plaza, reside la verdad, la fuerza, ese
misterio que hace tan grande el toreo, por mucho que nos sacudan. Porque
siempre volvemos a este kilómetro cero, a este enero en que los días crecen y
la vida emerge en el campo.
(Este artículo se publicó ayer en Cultoro, donde podéis leerme todos los jueves. La foto, también de Cultoro, es de una trinchera de Morante en Sevilla. ¡Qué ganitas!)
1 comentario:
una felicidad verla de vuelta, berrendita!
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