viernes, 18 de diciembre de 2009

Con la barretina en todo lo alto


Es triste 'resucitar' un blog del silencio para que quede por escrito que hoy, 18 de diciembre, el Parlamento Catalán ha aprobado el primer paso para prohibir las corridas de toros en aquella Comunidad Autónoma, parte de España, de este país que parece que a algunos les da vergüenza nombrar.

Es triste que un Gobierno, mi Gobierno, el que yo voté (sí, también habemos taurinos progresistas, de izquierdas, plurales, tolerantes e hijos de la libertad) sea cómplice con su ambigüedad de una prohibición promovida por una minoría, conscientes de que el toreo por sí mismo jamás será extinguido. De que siempre habrá un niño que tome un trapo entre sus manos a modo de capote y cite en corto y por derecho a otro niño, que simulará dos astas con sus deditos empitonados al cielo y embestirá humillando la espalda, acometiendo con nobleza e inocencia, perpetuando el rito, casi sagrado, la danza mágica, el instante eterno.

No es indignación, siquiera. Mi profundo respeto hacia lo que piensan quienes no piensan como yo me lleva a contenerme incluso en un día como hoy, donde me vence la impotencia por los miles de argumentos insostenibles que he escuchado en los últimos días, por las etiquetas, por los tópicos, por querer reducir a intereses partidistas algo que es universal.

Es tristeza. Tristeza y decepción, porque en un país que presume de demócrata se cercena la libertad de miles de ciudadanos, que no son libres para elegir si quieren o no quieren ir a una plaza de toros. Tristeza, porque en este país donde conocemos casos aberrantes de corruptela política, empresarial y moral bajo la más absoluta impunidad, se demoniza a los taurinos como si fuesen apestados.

Triste porque mientras se permite libertad de voto con la cuestión taurina sobre la mesa, hace dos días se imponía la disciplina de partido para una cuestión mucho más compleja, moral y legalmente, como es el derecho a decidir sobre la vida y sobre la no vida. Y no pasa nada, aquí pasamos todos por el aro, por el silencio cómplice de los borregos.

Es tristeza, pura y dura. Porque los toros comenzaron a ser abolidos hace mucho tiempo de la mano de los medios de comunicación, que cómplices y silenciosos han herido de muerte la tauromaquia difamando, desinformando, llenando de mierda algo tan puro en su esencia. Los toros comenzaron a desaparecer en los gestos tibios de los políticos que tiran la piedra y esconden la mano, que se fotografían en la barrera y guardan silencio en las tribunas públicas. Los toros comenzaron a ser abolidos cuando los taurinos dejaron de defender este arte para perderse en mirarse el ombligo y eligieron despedazarse entre ellos en vez de consolidar un frente común que asegurase la pervivencia de la fiesta.

Es triste, porque hemos asistido a gestos valientes e impagables, como el de José Tomás, que quiso ser catalán de corazón, catalán erigido en vertical sobre el albero de Barcelona y puso en pie a La Monumental; como Serafín Marín, que elevó una barretina a la montera soñada, perfecta, sobre la cabeza de un torero catalán. Un torero a quien en unos meses le prohibirán ejercer su profesión en su tierra, la misma que presume de progresismo y libertades y desoye los ecos del pasado, tanta cultura, tanta poesía, tanta belleza, tanta vida.

Es triste, porque el futuro queda a merced de unos cuantos que hacen el juego político a su medida, que tergiversan la realidad al color de sus cristales, que no miran más allá de las fronteras nacionalistas que empequeñecen hasta el infinito la identidad de su pueblo, que dividen y enfrentan realidades que siempre fueron de la mano.

Es triste, porque todo esto sucede en un país, el nuestro, donde no hay miles de gargantas que alcen la voz contra la miseria de los pueblos; donde no exigen por miles condonar la deuda de los países pobres; donde no salen a las calles por miles a reclamar paz y pan para los pueblos oprimidos, para los pueblos en guerra, para los que mueren sin techo o con la piel pegada a los huesos de hambre en estado puro.

En cualquier caso, yo hoy, en vez de despotricar contra aquellos que no ven más allá de la montaña de Montserrat, me pongo la barretina por montera, como un día lo hizo el torero de Cataluña, en señal de respeto a todos aquellos que, sintiéndose catalanes, no podrán pisar una plaza de toros nunca más.

Sin insultos, sin más argumentación que la profunda tristeza que me invade, esta entrada va por ellos. Con la barretina en todo lo alto, ondeando como una bandera vencida bajo los malos vientos.

lunes, 3 de agosto de 2009

Carmen, el signo de Lupe


Quienes me conocen saben de la admiración sin tapujos y el cariño que le profeso a Carmen Esteban, amiga, caricia y bálsamo. Paya con cuarterón lachó, erudita del alambre de los días y del precipicio de las noches. Carmen, que es como un torrente de sabiduría, ventana abierta al mundo, ingenio, exceso, corazón y veneno, sutura, zarpazo, ternura en estado puro, alegría y acero.

Hace ya dos años, esta leona en contiendas varias -aunque sus batallas venteñas, que no alcanzo a descifrar, me quedan muy lejos, no dudaría en mascar la tierra de todas las trincheras a su lado- y Condesa de Estraza para el mundo, publicaba su libro 'Lupe, el sino de Manolete'. Desde entonces le debía una ovación cerrada en una plaza que no fuese mi propio silencio. En sus páginas, Carmen reivindica la gran mujer que se cobijaba a la sombra del torero, eclipsando su propia luz por amor. Con su prosa sabia y sencilla, con su deje cañí, con su tremenda frescura, con sus imágenes fantásticas, con el cante jondo que destila por la piel, con la magia que enciende todo aquello sobre lo que se posan sus palabras y sus querencias, con la justicia que le quema las tripas y arde en sus dedos, pureza y poderío.

A Lupe la mató también aquel toro que le vistió de luto el alma y la dejó viuda sin alianza ni bendiciones, apátrida en tierra de tiburones, susurros y verdades a medias. Lupe era la mujer liberal y de izquierdas; la deslumbrante Antonia Bronchalo, la bellísima hija del jornalero; la misma que las voces del nacional-catolicismo más rancio ensuciaron de barro y de olvido porque nunca fue políticamente correcta en aquellos años en que la política y la corrección todo lo sentenciaban, incluso a la misma muerte. Porque en aquella España 'una, grande y libre', ella fue única, grande y libre.

A Lupe la ningunearon poniéndole la cruz sobre los hombros y las espinas en las sienes, con las Angustias de facto aparejadas en los largos faldones de la voluminosa cordobesa que pariese al diestro, implacable como el rayo que no cesa. A Lupe la condenaron con cadenas más pesadas que las de su amor, que la ataron para siempre a la tierra, que la sentenciaron al exilio y al silencio. Condena, dame condena. Porque sólo ella quiso con locura a Manolete. Porque sólo ella adoró al dios. Porque sólo ella consoló al hombre.

Ahora que arranca agosto y aprieta la canícula, el calor y la memoria nos llevan a Linares para desandar las últimas horas del torero que hizo de la vertical la poesía; ahora que agosto desembocará de nuevo en aquella tarde maldita en la que un toro de Miura, Islero de nombre, sentenció a muerte a Manuel Rodríguez de una cornada, ojo por ojo, matar muriendo, morir matando, la muerte, la gloria, lo eterno. Allí, aquel 28 de agosto de 1947, moría también Lupe Sino, atravesada por la misma navaja que desangró a su hombre. Después, la fina lluvia. Que todo lo limpia, que todo lo borra. Y después, la nada. Como si nunca hubiese sucedido nada.

Gracias, Carmen, por devolverle a Lupe la sonrisa perfecta, la mirada de los olivos, los besos robados, la dignidad y la presencia.

Gracias por la huella, por el signo indeleble de Lupe en la historia del toreo.

(Y en cuanto a tí y a mí, amiga querida, lo que Alfonso unió en la tierra, no lo separe jamás hombre o mujer alguno)

sábado, 6 de junio de 2009

A golpe de viento y herida


Escribo mientras la emoción embarga a los tendidos madrileños en la despedida al maestro Esplá, que sujeta en sus muñecas a veinticuatro mil almas en pie. Mientras el viento se agita como si fuese un pañuelo blanco para homenajear y para despedir, para abrir con sus dedos invisibles la última puerta grande del genial alicantino en una plaza que siempre le quiso.

Escribo ahora que Madrid ha abroncado a Morante, el torero por el que me parto la camisa, aunque no sea políticamente correcto. Ese Morante con capote de seda y prodigio que hace apenas unos días enamoraba a Las Ventas con sus lances de caricia y milagro. Ahí reside la genialidad de los toreros de arte: en la frontera de la maravilla y el petardo, entre la bronca y el suspiro, entre el suelo y el cielo, entre el plomo y la brisa, al alcance de tan poquitos.


Escribo a golpe de sábana y paciencia, prendida en la herida de Israel Lancho, que ya quiere ponerse en pie sobre la arena, vertical sobre sus casi dos metros de estatura,
y cerrar el cornalón cosiendo faenas, depurando sueños, esperando el momento de citar de frente a un toro bravo ante el que se inmolaría sin perder la sonrisa. Que cuenta en la soledad de la clínica las horas para volver al albero y ofrecer de nuevo el pecho a los cuchillos de un toro y romperse con él por dentro, sin fisuras en las carnes, sin que nadie lo sepa, sin que nadie lo sane.

Escribo con la emoción de la herida y de la gloria, la cara y la cruz, el misterio que hace grande todo lo que envuelve la fiesta. Aunque suene a tópico, estos hombres que visten oro y plata están hechos de otra pasta, de otra madera, de otra materia a la que el resto no tenemos acceso. Viven en una tierra sin miedo y sin dolor, donde la arena es como un altar donde ofrecerse, donde compartirse, donde no guardarse nada.
Quizá porque conviven con la muerte le hablan de tú a tú y la miran a los ojos, en corto, sin recelo, como quien saca una cajetilla de tabaco en una máquina de bar.

Escribo desde una noche que apunta a lluvia como si fuesen las lágrimas que Madrid ha derramado hoy, que limpian las tardes de tedio, porque cuando la grandeza del toreo empapa los tendidos, todo queda atrás, como si nunca hubiese sucedido.

Y escribo intentando curar con palabras. Buscando despedidas, palabras de viento y herida.

(La foto es de Efe)

domingo, 31 de mayo de 2009

Hermanos


















El torero mira su herida, donde confluye la mirada de su hombre de brega, parapetado en un capote al que se aferra con la mano derecha rabiosa mientras la izquierda se levanta en el aire, planeando sobre el instante, sorprendida, dispuesta para la caricia si falta hiciera.

Salvador Cortés mira su herida. Luis Mariscal, al quite, dibuja barreras de seda que le guarden las espaldas un pasito por detrás.

Hermanos en sangre. Hermanos de sangre. Hermanos.

(La foto es de Juan Pelegrín, que me puso en suerte para este comentario. Gracias)

sábado, 30 de mayo de 2009

Ángeles y demonios


No es el título de un best seller de consumo ni de la última película sobre conspiraciones vaticanas más allá del bien y del mal.

A veces los ángeles, apostados en el burladero de los sevicios médicos, contrarrestan los desaguisados de los demonios de los despachos, donde los modestos apenas hacen ruido, sin exigencias de caché y ganado pasado por el aserradero.

Ocurría el miércoles, pero aún tengo en la retina, incrustado en la memoria y en el estómago, el cornalón sufrido por Israel Lancho, oscilando entre el cielo y el suelo, entre la vida y la muerte, prendido del asta de un Palha al que se enfrentó supliendo con valor su falta de oficio y de rodaje.

Lancho apostó todo o nada en la estocada al sexto; matando, casi muriendo, con el hambre de los que llegan a Madrid con la hoja de servicios inmaculada. Lancho se enfrentó con la muerte a cara de perro en su primera comparecencia de la temporada. Los demonios de los despachos lo llevaron a anunciarse en un cartel para el que no está preparado, con toros-toros que las figuras –que por valor y por oficio deberían lidiar estos hierros–, no quieren ver ni en pintura.

Se lo llevaron a la enfermería como a un Cristo recién descendido de la Cruz. Con astillas incrustadas en las carnes. Con lentejuelas incrustadas en las carnes, sangre y oro, el precio de la gloria. Con las carnes abiertas por un puñal que abrió una brecha por donde pudo escaparle el alma, mientras a los demás se nos reventaban también las carnes de puro dolor, como si descubriésemos por vez primera la tragedia de la fiesta.

Ángeles sobrevolaban la plaza y lo descendieron a las manos de García Padrós y su equipo, mientras los demonios de la vanidad y la insensibilidad tomaban a partes iguales una plaza que pierde a pasos agigantados su esencia y su criterio. ¿Quién, en esos momentos, pudo aplaudir a un toro? ¿Quién, en esos momentos, fue capaz de ovacionar a un mayoral que salió a saludar, animado por el ganadero, cuando la vida de Lancho era incertidumbre sobre el hule?

Ángeles y demonios se dieron cita en Madrid. Y las manos de Dios dejaron su huella en los bordes del precipio, suturando con esperanza la herida.

(La foto, una vez más, es de Juan Pelegrín. La columna aparece hoy en el suplemento La Glorieta de Tribuna de Salamanca, que llega a su número mil. Con mi querido Alfonso siempre en el recuerdo y en el corazón - gracias, maestro, por tu pluma de hiel y terciopelo-, felicidades, Paco)

jueves, 28 de mayo de 2009

Israel Lancho, que cose su herida


No voy a traer aquí una foto de la espeluznante cogida que ha sufrido esta tarde Israel Lancho en Las Ventas, que sigue oprimiéndome el estómago, atravesado en puntas por la angustia de su brutal puñalada.

No quiero verlo con el pecho atravesado, suspendido entre la vida y la muerte en un espacio de tiempo que es eterno aunque sean instantes. El año pasado, el torero extremeño confesaba que se iba de Las Ventas con el alma partida por no poder cuajar a un Cuadri. Hoy, uno de Palha se la ha reventado de verdad y a punto ha estado de aprisionarla para siempre.

Yo quiero a un Israel Lancho con las zapatillas asentadas en el suelo, como si la arena le reclamase constantemente los pasos. Quiero a la promesa que alguna vez he escuchado recitar como si fuese una oración a la Virgen de la Esperanza por boca de Andrés Vázquez, que me sostuvo de niña en sus brazos. Lo quiero como un junco emergiendo del barro y de las aguas, firme en la arena firme, sin levitar sobre la nada a merced de un pitón que lo mismo trae la gloria que muerte.

Este es el drama, la verdad descarnada de la fiesta, la apuesta a cara de perro de los que llegan a Las Ventas a lidiar encierros que no querrían ver ni por asomo quienes copan el escalafón, quienes imponen sus condiciones en los despachos, quienes están suficientemente rodados como para medirse ante un toro íntegro con dos puñales en las sienes planeando precipicios en las carnes.

Israel Lancho, en esta noche de triplete azul y grana, le rezo a mis dioses para verte atado a la tierra, erguido como una espiga en los campos dorados de nuestras plazas bajo el sol del verano.

Descansa y duerme, torero. Y sigue lidiando, cosiendo en cada latido la herida sin dejar que se escape ni un ápice de vida.

(La foto es de Juan Pelegrín. Madrid, Las Ventas, 2008. Gracias siempre, Juan)

sábado, 23 de mayo de 2009

De Morante, al cielo


Llovía. Diluviaba en Burgos aquel 29 de junio de 1997, fiesta de San Pedro por más señas, las compuertas del cielo abiertas, las llaves derrotadas de tanta clausura.

Llovía agua bendita de bautizo, faldones de seda prieta, blanco y oro, para Morante de la Puebla. Recuerdo el agua bajando por los tendidos como una tormenta de verano, buscando su salida natural al callejón por los aliviaderos de barrera, el bolso casi flotando en el suelo como un barco sin velas, la ropa como un trapo, el pelo empapado, la piel empapada, Rincón cediendo los trastos, Cepeda ­el mentón también hincado­ asintiendo; su capote acariciando, aguas del Guadalquivir en el ruedo.

Como un milagro surgido del agua, llovían promesas y sueños. Morante oficiando la primera liturgia, apuntando las direcciones de los dioses en su agenda de bolsillo para llamarlos de tú a tú. Y así los convoca, madurado en sombras y dolores, tan resplandeciente, tan claro, tan inmenso desde su capote a la boca de riego, allá donde dos medias son eternas después de las eternas verónicas; allá donde brota el agua que no desciende del cielo, que asciende de la tierra para volver a ser tierra mojada, derroche y bendiciones, chicuelinas ceñidas al cuerpo como una hembra colmada después de haber amado.

Morante de agua y sal, Morante fumándose el tiempo como si el tiempo mismo anduviese liado en un habano prendido a sus labios, tabaco de quemar aliñado con sus silencios. Morante llorando hacia adentro la verdad de sus carnes, confesando pecados y gloria a los dobladillos de la camisa, vaciándose en la tarde en que Madrid quedó rota por bulerías de tierra adentro.

Madrid entregada como una hembra en celo, Madrid en pie resonando jaleos, resucitando la magia, de Madrid a la nada, de Madrid al cielo. De Morante al cielo, 21 de mayo, el sol en lo alto, las lágrimas, el agua y la sal, veintitresmil almas danzando el asombro, sostenidas en sus muñecas sin apenas peso, tan leves, despojadas del plomo de sus veredictos.

Llovía. Diluviaba agua bendita aquel 29 de junio en Burgos, faldón de seda prieto, blanco y oro, la promesa, primera página bisoña de la grandeza de un torero, el azahar prendido a los muslos, la herida que no cesa rompiendo el viento. De Madrid al cielo, Morante. De Morante al cielo.

(La foto, una vez más, es de la magistral cámara de Juan Pelegrín)

viernes, 22 de mayo de 2009

Morante se fuma el tiempo


Morante se fuma el tiempo en su puro de entre toro y toro, musitando secretos en cada bocanada como quien desgrana las cuentas de un rosario y lanza sus misterios gozosos al viento.

Morante aspira las palabras que se perdieron en la arena, devolviendo al aire el círculo caprichoso que traza su aliento, la alquimia del humo al beso; del beso al capote; del capote a las tripas, doliendo de puro bonito, tan adentro.

Morante se fuma a los dioses en el callejón, meciendo en sus manos el bramido seco de un templo circular en pie, de Madrid al cielo. El rito, el purgatorio; el incienso del toreo consumiéndose para siempre en su boca, perfumando, bendiciendo.

Morante se fuma las plegarias y escupe versos, los párpados caídos, puyazo que no hiere en el pecho, la carretera de la sangre en la palma, la izquierda que acaricia y castiga como un amante en celo, el corazón galopando. La locura. El silencio.

Morante se fuma el tiempo y lo lía como tabaco de aroma en las puertas del deseo, quemando seda sobre el estómago, dictando verónicas como lenguas recitando el toreo antiguo; la verdad, el gozo y el duelo.

Porque perdí mis palabras en el albero de abril, no quise recuperarlas en este isidro venteño; necesitaría inventar palabras nuevas para perderlas en la estela de la liturgia bendita de su toreo. Soñadlo como si no hubiese ocurrido para volver a soñarlo más allá de este mayo que ya es humo de pureza y cante jondo entre sus dedos, palmas por bulería lejos del mar, 21 de mayo y de gloria, gargantas abiertas, palomas, pañuelos.

Y callad, que parece que reza. Pero no reza: Morante, tabaco y oro, sólo se fuma el tiempo.

(p.d. Morante fumando el tiempo, según lo soñó en su cámara Juan Pelegrín)

sábado, 16 de mayo de 2009

Jerez, de bulería y albero

Echo de menos tus calles de albero, el pasito disciplinado de los caballos enjaezados por el Real, los enganches impecables, los trajes de lino imposibles.

Vivo con la vista puesta en Madrid y el corazón en Jerez, con la sed que rebusca en sus barricas y la ausencia instalada en la última fila de tendido del coso de la calle Circo, el que repinta cada año en blanco el nombre del Tío Pepe en sus burladeros. Allí canté un día la gloria de Morante por bulerías mostaza y azabache, mientras las golondrinas sobrevolaban el anillo, como si mayo se hubiese inventado para que batiesen sus alas sobre los tendidos zurcidos de volantes y flores en el pelo.

Echo de menos la luz última que desciende desde el cielo a tu arena circular, el pellizco del fino en la garganta. Las apreturas, los pijos y los señoritos, las corbatas de colores, el bureo gitano del barrio de Santiago en sol, los mandilones almidonados de las matronas que penden claveles en la solapa.

Vivo con los ojos puestos en Las Ventas y el corazón prestando oídos a la nostalgia de tu jarana interminable, cuando prolongábamos con palabras los ecos de cada festejo, cuando guardábamos junto al abanico los detalles de cada tarde, los silencios, la gloria, los fracasos y los esparcíamos bajo las miles de bombillas que desafiaban cada noche.

Vivo con el corazón cosido a los altares de mi san Rafaé de Paula –el genio descendido a la carne- que se encienden como candelas cuando los aficionados cabales cantan el compás de las faenas antiguas, que resuena como el eco de la brisa por los palcos y los balconcillos, como si despertase cada tarde que la plaza abre sus puertas.

Y ahora, aquí, poco me importa el resumen de cada tarde, que nunca serán las mismas tardes que rellenaban mis hojas en blanco. Poco importa, porque leo Jerez y leo la vida desbordando los días; porque leo Jerez y siento el regusto de la yerbabuena y la calorina del mediodía; el tintineo de los coches de caballo, la elegancia conjugada según la costumbre.

Y cierro los ojos, y te veo, Jerez, como si la vista no apuntase a ninguna otra parte.

Y te siento, porque mi corazón, Jerez, sigue acoplado como una caricia en los tendidos de arte donde resuenan, como en ningún otro sitio, las palmas por bulería cuando se hace verdad sobre su albero el toreo de cante grande.

sábado, 9 de mayo de 2009

Madrid, santo y seña


Madrid ha abierto sus puertas como una promesa de mayo. Sobre el papel se refleja uno de los ciclos isidriles más flojos y menos atractivos de los últimos años, pero la magia del toreo reside en la incógnita.

Así quiero pensarlo con los tendidos vestidos de estreno, con un abono sin consumir que dicta la primavera según San Isidro. Por delante quedan muchas tardes, muchos nombres, muchos hierros que desgranar, disfrutar y sufrir, con la ilusión depositada en el toque de clarines y timbales, cuando las puertas se descerrajan y comienza el paseíllo.

Madrid abre sus puertas como una promesa con ausencias que la afición no perdona, pero también con nombres que pueden resucitar las esperanzas. Es también la hora de los modestos, de aquellos que para llegar hasta los ladrillos colorados de Las Ventas del Espíritu Santo superan una carrera de obstáculos que se les olvida cuando ven la estructura neomudéjar que se alza ajena al paso del tiempo, al bullicio de cada tarde, a los tendidos de cemento y ‘japos’ de los domingos de julio y agosto.
Es el corazón del mundo taurino, el epicentro de la fiesta, la llave y la clave de quienes quieren ser algo en esto. El sueño, la meta y también el fin. Es el pulso, la vara de medir, la arena sobre la que se escribe el futuro de los que llegan a jugársela a cara de perro.


Es San Isidro, con claveles en los tendidos, los rigores del 7, los pijos de sombra, los puros de barrera, los cabales y los menos cabales, los apasionados y los descreídos. Porque allí cabemos todos. Porque allí siempre planea el milagro.
Es el Madrid castizo de los callos banderilleando en el paladar y los encuentros berrendos en café y copas en los bares de los alrededores. El Madrid que viste de gloria a un torero cuando lo saca en volandas por esa puerta donde, dicen, el cielo se ve más cerca, donde el cielo se acerca para que quienes salen a hombros lo puedan rozar con los dedos y llevárselo prendido en el oro y la seda.


Es el Madrid de chulos y goyescas, de gatos, colchoneros y merengues, de tomistas y morantistas, de creo en Dios Padre según el toro. Madrid de puertas abiertas al mundo, Madrid de mayo, santo y seña, santo Isidro.

(La fotografía es de sports.espn.go.com)

sábado, 2 de mayo de 2009

Morante se hizo verbo


Perdí las palabras en abril y sigo sin encontrarlas. Las dejé sembrando versos junto al albero de la Maestranza, cosidas al verde y azabache del traje de un torero más allá de los toreros.

Perdí las palabras en abril y sigo sin encontrarlas. Ahora que todo son palabras. Ahora que el toreo se ha hecho verdad en la fragua de lo imposible. Ahora que la belleza acampa sobre el valor sin desdeñarlo. Ahora que Morante, que así se llama, ha acariciado el maltrecho orgullo de una plaza vestida de lunares y reses renegadas de su bravura. Ahora que Morante se ha inventado a un toro en la simiente poderosa de su muleta y lo ha hecho crecer a la sombra de su cintura, ofreciéndose entero, sin guardarse nada. Vaciando. Vaciándose.

Perdí las palabras por no contestar a los que dicen que a Morante le faltan piernas. Como si el arte necesitase piernas. Como si la poesía necesitase piernas. Como si el valor necesitase piernas. Como si la verdad necesitase piernas.

Perdí las palabras y sigo sin encontrarlas, por más que regrese a abril. Por más que regrese a la tarde y a la arena, a la seda y al silencio, al mentón hiriendo el pecho buscando su sitio, a la puerta cerrada por los aceros y abierta para siempre en el alma, aunque hubo resurrección después de la espada, justo allá donde perdí mis palabras.

Perdí las palabras en la palabra, cuando Morante se hizo verbo y conjugó la historia del toreo en nueve minutos y pico que son una eternidad. Cuando Morante habló desde sus silencios con las zapatillas clavadas, con los muslos y los riñones inventando el dibujo de cada pase, el viaje de un toro que nunca quiso ser compañero y sucumbió al compás de seda y acero de sus muñecas. Y la sabiduría que no se aprende. El don. El verbo.

Perdí las palabras y sigo sin encontrarlas, o quizá las tenga escondidas y no me atrevo a pronunciarlas cuando etiquetar es una osadía. Porque hay tardes que pertenecen al misterio y al milagro; tardes que necesitamos como un acto de fe porque es la raíz, la droga y la esencia de todas las demás tardes.

Y Morante, que se hizo verbo, sigue hablando entre mis palabras perdidas.

lunes, 27 de abril de 2009

...Que sabe a Morante


Yo he visto pasar más lento el tiempo. He visto enmudecer al silencio. He conocido un sol envidioso de las filigranas de su vestido. Una luna roneando en azabache la blancura de la seda, el músculo, la carne. He escuchado la música, el cante grande que emana de sus latidos. La imperceptible caricia de sus vuelos sobre las soledades a cielo descubierto. El pulso, la cadencia suave de sus muñecas meciendo a la misma brisa como si fuese una nana muy antigua.

He visto encenderse la arena como una hembra en celo allá donde clava sus zapatillas. Y encelarse también el aire con los misterios de su boca, el mentón hincado sobre el pecho, la sal, los besos, la lengua reseca, el chasquido del miedo enfundado en bordados imposibles, el secreto insondable de sus labios apretados.

He escuchado el quejío de la cintura rompiéndose, cimbreándose como los campos de cereal con el compás bravío que dictan los cuatreños. Las astas blancas pregonando heridas como navajas preñadas de sangre. La melodía que llama a la muerte y danza hasta quebrarla en la seda, hasta consumirla en la franela mientras se vacían los dos, hombre y animal, hasta la extenuación, hasta el último suspiro frente por frente. Ojo por ojo. La espada o la vida. La gloria o la nada.

Es cuando lo decimos casi como un rezo. Morante. Y lo masticamos, lo paladeamos despacito. Mo-ran-te. Pausado, como si no existiese un reloj oprimiendo el paladar, como una saeta en el balcón de abril. MO-RAN-TE. Y resuena su música en los dientes, en las sienes, en la lengua, en las tres sílabas rotundas que conforman ese nombre que es apellido.

Su pueblo, La Puebla. La infancia soñando toros, fraguando, cuajando los primeros lances, los últimos, el principio y el fin, la cuna, la tierra, la sábana. La elegancia gitana y oscura de Rafaé gitano y oscuro en derroche de luz. El perfume de los secretos. La claridad, el gesto indescifrable, el gozo de escribirlo en el papel inédito de mis tripas, desde la tripas. La pureza. La intuición, el soplo al oído de quienes fueron maestros del arte, que no se aprende, que no se dicta, que no se compra, que no se mide en los parámetros de lo conocido. Morante. Lo decimos en voz baja. Y sabe a Morante.

Piensas entonces que ya todo está escrito. Que la improvisación le persigue por las habitaciones cansinas donde esperan sus trajes, sus luces, sus sombras, la soledad, el rezo, el miedo de dentro a fuera cosido al estómago, a los muslos, al pecho. Y quieres escapar, huir del tópico y los lugares comunes para no vulgarizar con la palabra el don, la magia, la emoción, la hondura, la belleza. Y todo sabe a Morante. Despacito. Como un rezo. Como un santuario profano de tasca y veneno, la madrugada a las espaldas, amaneciendo.

Yo he visto pasar más lento el tiempo. He visto enmudecer el silencio y encenderse la arena allá donde pone el pie. He visto torear a Morante. Y cierro los ojos, lo amaso, lo digo, lo mastico, lo paladeo. Casi como un sueño. Morante, que sabe a Morante.

(p.d. La foto, soberbia, es de Ignacio Gil, de ABC (gracias Manon por el apunte). Sabe, también, a Morante)

domingo, 26 de abril de 2009

Uceda, de luto y esperanza


Ahora, que aún no se han apagado los ecos del mano a mano en Sevilla; ahora que todo son comentarios sobre el de la Puebla y el de Salteras, que si los de Victorinos eran chicos, que si las verónicas al quinto, que si tirios, que si troyanos, que si la reventa, que si la Maestranza olvida así sus grandes ausencias...

Ahora que las pasiones se polarizan, ahora que queda el sabor agridulce de una tarde de enorme expectación que devino en detalles y poco más.

Ahora, aunque sea a tiempo pasado, quiero traer a esta página berrenda en colorao una de las gestas de la temporada, que no ha sido encerrarse con seis toros en Madrid, ni disparar la reventa. Que ni siquiera llenó los tendidos, que no tapó el cemento, aunque encogió el corazón de los aficionados que tantas veces nos planteamos si los toreros son de este mundo o están hechos de otra pasta.

El protagonista, José Ignacio Uceda Leal. Torero por los cuatro costados. Torero de Madrid y de los aficionados con gusto. Torero como para vestirse de blanco guardando el luto para su corazón y comparecer en Las Ventas en el mismo día en que su padre estaba de cuerpo presente. Un brindis al cielo, un minuto de silencio que Madrid guardó, cosa rara, con silencio de verdad, no como esos minutos que no llegan ni a los veinte segundos antes de que comience el runrún entre los tendidos.

Toreó con el alma, más que con la muleta. A golpes de latidos huérfanos, con el orgullo y la rabia prendidos en la muleta. Con las entrañas, con los muslos. Con los cojones, con el estómago, con la garganta. Y se dejó prendidas las carnes en el asta, abierta la herida, supongo que en nada comparable a la que le abrasaba por dentro, que no sangra pero es más certera.

Así lo vimos. Con su traje blanco empapado en sangre. Con el torniquete dibujando un luto en su pierna. Con la mirada decidida y una espada tan certera que, de haber sido otro torero, de haber sido una de las figuras de culto que se forjan fuera de las plazas, aún estaría dando que hablar. Dijeron que la oreja fue barata, pero yo sigo pensando que tardes así hacen aún más caro el toreo.

José Ignacio Uceda Leal reaparece el 1 de mayo en Puertollano. Después, Las Ventas, su plaza, abrirá sus puertas por San Isidro. Y entonces, quienes le veamos hacer el paseíllo, sabremos que estamos ante uno de los héroes de la temporada. Y lo seguiremos desde la admiración, la emoción y el respeto.

(La foto, que recoge el minuto de silencio del Domingo de Ramos en Las Ventas, es de Juan Pelegrín)

lunes, 20 de abril de 2009

Sevilla se viste de feria

Sevilla se viste de feria. Feria de abril, rebujitos y farolillos con escasa presencia charra y con los ojos puestos en Javier Valverde, que un año más pisará el albero de La Maestranza precedido de la rúbrica de su toreo forjado al pie de las encinas.

El mundo del toro vive aún la resaca de la Resurrección, los doce centímetros rasgados en las carnes del gran Perera, la respuesta de Tomás en la plaza de Málaga a quienes le excluyen de los carteles y le regatean en los contratos.

Desde esta Salamanca empapada en aguaceros, puedo oler, puedo sentir el cielo abrileño que abraza al Guadalquivir. Las noches de yerbabuena y mantoncillos encendidas en millones de bombillas. El gentío que se agolpa en las puertas de La Maestranza, las tardes de toros y silencios, las flores en el pelo, el albero de la feria pegado a los zapatos, el azahar perfumando las calles –que no, que no es un tópico, ni una leyenda; que Sevilla huele en verdad a azahar en sus noches de primavera– y las expectativas puestas en una feria que es el primer indicador de lo que será la temporada, tras el pistoletazo de Fallas.

Una temporada que, a priori, aparece empañada por las ausencias de los grandes en las grandes ferias, por las luchas intestinas que se fraguan en los despachos, por los tiras y aflojas, euro arriba euro abajo, que siempre repercuten en la sufrida afición, que ni dice ni mú.

Sevilla se viste de feria, clavel en la solapa, puro de consumir lento y comida de postín en las ventas; el rastro del fino pellizcando la lengua, las espuelas del sol picando en lo alto. Santa Justa se convertirá en la antesala taurina con las idas y venidas de los AVE repletos de aficionados que no quieren perderse su tarde de gloria en La Maestranza, su foto en los tendidos que enmarcan el ruedo elíptico y mágico.

Y la cita. El mano a mano, Morante y el Cid, el corazón y la cabeza. La inspiración y el mando, la genialidad y el temple. El runrún, los unos y los otros; los de Manuel Jesús y los de José Antonio; la zurda y la diestra, el sueño y el suelo. El toreo, en definitiva, mirándose de frente desde las dos orillas del mismo agua.