lunes, 3 de agosto de 2009

Carmen, el signo de Lupe


Quienes me conocen saben de la admiración sin tapujos y el cariño que le profeso a Carmen Esteban, amiga, caricia y bálsamo. Paya con cuarterón lachó, erudita del alambre de los días y del precipicio de las noches. Carmen, que es como un torrente de sabiduría, ventana abierta al mundo, ingenio, exceso, corazón y veneno, sutura, zarpazo, ternura en estado puro, alegría y acero.

Hace ya dos años, esta leona en contiendas varias -aunque sus batallas venteñas, que no alcanzo a descifrar, me quedan muy lejos, no dudaría en mascar la tierra de todas las trincheras a su lado- y Condesa de Estraza para el mundo, publicaba su libro 'Lupe, el sino de Manolete'. Desde entonces le debía una ovación cerrada en una plaza que no fuese mi propio silencio. En sus páginas, Carmen reivindica la gran mujer que se cobijaba a la sombra del torero, eclipsando su propia luz por amor. Con su prosa sabia y sencilla, con su deje cañí, con su tremenda frescura, con sus imágenes fantásticas, con el cante jondo que destila por la piel, con la magia que enciende todo aquello sobre lo que se posan sus palabras y sus querencias, con la justicia que le quema las tripas y arde en sus dedos, pureza y poderío.

A Lupe la mató también aquel toro que le vistió de luto el alma y la dejó viuda sin alianza ni bendiciones, apátrida en tierra de tiburones, susurros y verdades a medias. Lupe era la mujer liberal y de izquierdas; la deslumbrante Antonia Bronchalo, la bellísima hija del jornalero; la misma que las voces del nacional-catolicismo más rancio ensuciaron de barro y de olvido porque nunca fue políticamente correcta en aquellos años en que la política y la corrección todo lo sentenciaban, incluso a la misma muerte. Porque en aquella España 'una, grande y libre', ella fue única, grande y libre.

A Lupe la ningunearon poniéndole la cruz sobre los hombros y las espinas en las sienes, con las Angustias de facto aparejadas en los largos faldones de la voluminosa cordobesa que pariese al diestro, implacable como el rayo que no cesa. A Lupe la condenaron con cadenas más pesadas que las de su amor, que la ataron para siempre a la tierra, que la sentenciaron al exilio y al silencio. Condena, dame condena. Porque sólo ella quiso con locura a Manolete. Porque sólo ella adoró al dios. Porque sólo ella consoló al hombre.

Ahora que arranca agosto y aprieta la canícula, el calor y la memoria nos llevan a Linares para desandar las últimas horas del torero que hizo de la vertical la poesía; ahora que agosto desembocará de nuevo en aquella tarde maldita en la que un toro de Miura, Islero de nombre, sentenció a muerte a Manuel Rodríguez de una cornada, ojo por ojo, matar muriendo, morir matando, la muerte, la gloria, lo eterno. Allí, aquel 28 de agosto de 1947, moría también Lupe Sino, atravesada por la misma navaja que desangró a su hombre. Después, la fina lluvia. Que todo lo limpia, que todo lo borra. Y después, la nada. Como si nunca hubiese sucedido nada.

Gracias, Carmen, por devolverle a Lupe la sonrisa perfecta, la mirada de los olivos, los besos robados, la dignidad y la presencia.

Gracias por la huella, por el signo indeleble de Lupe en la historia del toreo.

(Y en cuanto a tí y a mí, amiga querida, lo que Alfonso unió en la tierra, no lo separe jamás hombre o mujer alguno)