sábado, 16 de mayo de 2015

Llanto de Sánchez Mejías por Joselito


Llanto de Sánchez Mejías por Joselito. La mano derecha acaricia entre la ternura y el asombro la cabeza de un hombre muerto mientras la izquierda parece contener con sus cinco dedos la impotencia, la magnitud de la muerte en la frialdad de una enfermería.

A esas horas a la Virgen Macarena, la alegría de la madrugada, la esperanza de Sevilla, comenzaban a prepararle la ropa negra del luto más negro, Dolorosa doliente, agua y sal en las lágrimas.

Hace 95 años en la Plaza de Talavera moría y entraba en la leyenda un torero joven. Poco tiempo después sería Lorca quien llorase a Ignacio en una de las más bellas elegías que se han escrito y Mariano Benlliure perpetuaba en el bronce la emoción de las calles de Sevilla llevando sobre los hombros al joven héroe como a un Cristo Yacente en las noches de la Pasión.

Casi un siglo después la Historia habla de todos ellos.

viernes, 15 de mayo de 2015

Al otro lado de la puerta de la enfermería

(Esta es mi ovación al doctor García Padrós y a su equipo)

Dos milímetros separaron ayer a Saúl Jiménes Fortes de ser o no ser, cuando ser y estar vienen a ser la misma cosa. Permanecer, existir.

Dos milímetros, un suspiro. Dos milímetros, un abismo, el mismo que traza la invisible línea que separa la vida de la muerte, la gloria de la tragedia. Dos milímetros de milagro en el ruedo y después, al otro lado de la puerta de la enfermería, un equipo médico, un puñado de manos, precisión y pulso, cuando las cosas dejan de estar de la mano de Dios y quedan en manos de los hombres, aunque Dios siempre ande escondido en los útiles de sutura, en los manuales de cirugía, en el sudor frío y contenido, en la calma de quien sabe bien lo que hace.

Dos milímetros separaron ayer a Saúl Jiménez Fortes de ser o no ser. Y después, tras la puerta de la enfermería, la pericia del doctor García Padrós y su equipo andando y desandando por la carne y los músculos, por las venas y las arterias; recomponiendo la arquitectura del hombre, limpiando, apostando por la vida contra la muerte que llamaba con sus nudillos y quería abrirse paso por dos boquetes donde se escapaba el tiempo. La vida es eterna en cinco minutos.

Dos milímetros y un milagro, como cada milagro escrito en puntos de sutura, anestesia, vendas y drenajes, en el olor a desinfectante de los quirófanos y las enfermerías. Milagros que forman parte de lo cotidiano, en cualquier plaza de toros, cuando ángeles invisibles extienden sus alas desde el albero hasta la puerta de la enfermería, cuyo camino se traza con regueros de sangre que borran nuevas arenas pero nunca el tiempo y la memoria.

Y mientras esto escribo en internet hierve, se gesta la idea de dedicar esta tarde una ovación al doctor García Padrós y a su equipo antes de que rompa el paseíllo en honor del santo Isidro, el que ayer detuvo con su capote el filo del hachazo a dos milímetros de la muerte, de la nada. Cuentan que en Madrid habrá ovación de lujo y no seré yo quien diga que no es una ovación merecida y sin trampa si es de bien nacidos agradecer a quienes tantas vidas salvan, toreros de bata blanca que se baten el cobre en tendidos de silencio, en plazas de primera y de tercera, entre talanqueras y puestos de campaña, en festejos de primer orden o en encierros del campo. Cirujanos taurinos del mundo, ángeles custodios de hombres de plata y oro.

Desde aquí, en mi palco de salón, soledad y plus, me parto las palmas y me quito el sombrero. Por un cirujano con nombre romano, Máximo, que ayer hizo el milagro cuando los milagros son cosas de los hombres. Por todos los que se parapetan tras los burladeros de los equipos médicos y apuestan todo a nada en una carrera contrarreloj con la vida.

Dos milímetros de milagro en el ruedo y después el rezo vestido de seda y oro en los pasillos y ese silencio que corta la respiración junto a la puerta de la enfermería cuando un torero cae herido. Dicen que ayer vieron a Dios escondido en sus esquinas.


(Aquí dejo mi aplauso hecho palabra. Aquí mi admiración a una profesión que Antonio Crespo Neches y mi 'hermano' Enrique Crespo Rubio, cirujanos de dinastía, me enseñaron a amar y respetar. GRACIAS a quienes cada día veláis por la vida de los que se la juegan en la plaza)

(La fotografía es de Sergio Enríquez para El Mundo)

Va por ti, Saúl Jiménez Fortes

Los toreros rezaban en la puerta de la enfermería  y las lágrimas abrasaban en los ojos como lágrimas calcadas de otras lágrimas, las lágrimas de la tarde maldita, hace ahora un año.

Dos veces, dos. Saúl Jiménez Fortes se clavó dos veces de rodillas frente a la puerta de chiqueros como quien hace penitencia en los días de la Pasión. El aire de Las Ventas silbaba el nombre de David Mora, hoy como hace casi un año, aquel 20 de mayo de lágrimas y heridas en la tarde de los tres toreros heridos, Saúl compañero de cartel y carnes rotas, en la tarde de la verdad más cruda del toro, la terna en el mismo hule. Dos veces, dos. Saúl ahí plantado, con su vergüenza torera de rodillas y los toros de Picasso inmóviles en el capote de paseo. Va por ti, David Mora.

Dos veces, dos, se arrodilló el torero como quien purga pecados antiguos, como quien pide gracias a un dios invisible que sólo los toreros saben cuando se hincan de rodillas frente al mundo. Dos veces se ofreció entero en la puerta de los miedos para borrar miedos pasados y la sombra de la tragedia que planeó sobre Madrid otro día, otro mayo. Va por ti, David Mora.

Saúl Jiménez Fortes tenía ya en su mano la llave de la puerta grande después de que Las Ventas se rindiese como se rindió el tercero a su toreo sin trampas, a su querer ser y mandar, tan desnudo y cargado de razones, valiente hasta poner a galopar el pecho de los miles de corazones que latían en su muleta, que terminó por doblegar razones y embestidas, la alegría de la oreja, el cielo de Madrid un poquito más cerca. Va por ti, David Mora.

Dos veces, dos, porque el que quiere ser torero sale a cara de perro aunque le cueste la vida y así se la jugó Saúl Jiménez Fortes, un torero, hasta que el buey que hacía de sexto, seiscientos y pico kilos de toro, hizo presa en su cuello hurgando la muerte que ronda por la yugular y la carótida, la sangre caliente, la huida hacia la nada, un instante y pasaporte, y ya no eres, dejas de ser ahí mismo, mientras algunos buscan la carroña que vende en los telediarios, en el papel, en internet. La foto que hoy se repetirá hasta la saciedad, que ilustra la tragedia en bocadillo con el morbo, mientras un padre, una madre, una hermana, un mozo de espadas, una cuadrilla, corren hacia la enfermería como a quien le arrancan un pedazo de alma. Los toreros lloraban en la puerta. Los toreros rezaban.

Dos veces dos, el sexto, que no humillaba, descolgó para ir en busca de la muerte que acecha cada tarde, la cara y la cruz, la luz y la sombra, los tendidos enmudecidos, la conmoción que envuelve la tragedia, que va de la mano de la gloria aunque nunca le echemos cuentas si no nos sobrevuela y nos oprime y nos recuerda que siempre está ahí, que la vida es el instante. Descolgó para clavar como una aguja de hueso su punta bajo el mentón, allá donde circula sin pausa el tren descarrilado de la vida.

Dos veces, dos, se arrodilló Saúl como quien se inclina ante Dios a la espera un milagro. Quizá por eso el dios antiguo de los toreros escuchó su plegaria despreciando su ofrenda, la propia vida y protegió con sus manos invisibles las venas y las arterias por donde escapan los latidos en un santiamén, ser o no ser, la frágil línea que separa el cuerpo del alma, la vida de la muerte.

Dos veces, dos, el milagro quedó redactado como un versículo sin tiempo en el nombre de Saúl.

Va por ti, Saúl Jiménez Fortes.


(La fotografía es de Juan Pelegrín. Los toreros también rezan)

sábado, 2 de mayo de 2015

De Aguascalientes al mundo


José Tomás regresa hoy a Aguascalientes, la plaza donde casi pierda la vida hace cinco años, convirtiendo la arena hidrocálida en el epicentro que sacude los cimientos del toreo. Hoy cualquiera de nosotros daría lo que tiene por estar allí y ser testigo de la resurrección, del milagro. El hombre, el torero, en pie; con una pierna un tanto mermada, la memoria de la carne y de la sangre. Pisando la tierra que pudo ser su última tierra. Alimentando el mito.

No es su hermetismo, ni que ponga su carne donde los demás ponen la muleta, ni que escarbe el centro de la tierra cuando baja la mano, ni que vacíe el alma en cada muletazo. No es el aura de mesías que le ha dado ese gentío que descubrió su toreo como si fuese una revelación mucho después de que algunos, también muchos, le viésemos torear cuando hacía temporada de plaza en plaza como apóstoles primigenios conscientes del encuentro con un genio sin tiempo. Porque José Tomás no es un genio del siglo XX, ni del XXI. Los genios no tienen tiempo, no tienen época. Sólo leyenda y eternidad.

Después vinieron los sonetos de Sabina y el esnobismo de aquellos que no habían pisado en su puta vida una plaza pero te encontraban a la salida y te recitaban un teorema aprendido de corrido como el padrenuestro, su análisis enciclopédico, teórico y cargado de tópicos de algo que ni entienden ni conocen: que si este tío es la hostia, que si los terrenos del toro, que si el valor seco, que si el toreo horizontal, que si busca que le mate un toro en la arena... que si su puta madre, oiga; que a mí no me venga a dar la plasta.   

Mientras, algunos salíamos empapados de emoción, alma y misterio, ese misterio que siempre le envolvió antes de que fuese un fenómeno social, una máquina de devociones sin sentido y millones de euros sin duda tan necesarios para la tauromaquia, pero tan alejados de esa grandeza que no necesita palmeros ni aplaudidores, ni pelotas ni voceros, sólo silencio, silencio y rezo, sin testigos, para uno mismo. Ese toreo que te hace temblar entera por dentro por su verdad, tan descarnado, tan sabio y tan profundo, surgido de la misma tierra. Ese toreo que se siente en las tripas, en la garganta, en el corazón al galope, en la tensión de los músculos, en el silencio reverente de unos tendidos absolutamente noqueados. Sólo el heroísmo de quien se ofrece entero en la plaza y a puerta cerrada porque es su manera de entender la vida. Porque vivir sin torear no es vivir.

José Tomás regresa hoy a Aguascalientes. En España serán la una de la madrugada, como aquella madrugada en que algunos regresábamos de copas y nos quedamos toda la noche en vela pegados al ordenador con el corazón en un puño porque el torero y el mito se nos iba en sangre después de aquel encuentro con Navegante. Aquella noche de colas en la puerta de la enfermería para donar sangre mientras en el ruedo quedaba un reguero de ocho litros; ocho litronas de cerveza, cuatro cocacolas grandes, un bidón y pico de agua, un par de cubos de plástico, unas latas de refrescos. Ocho litros, poco más. Ocho litros que eran un océano que mantenía separadas dos orillas, la vida y la muerte, Méjico y España, el filo invisible de la muerte acariciando en las ingles. Noche de vigilia en España con el alma pegada a las puertas de un quirófano.

José Tomás regresa este dos de mayo a una plaza donde se venden libros y carteles para sus devotos como quien acude a Tierra Santa en busca de vestigios de la vida del Cristo, reliquias de aquel día que pudo cambiar la historia del toreo. Hoy en Aguascalientes se sacuden los cimientos del mundo taurino, de la profunda emoción de quienes un día le seguimos de plaza en plaza y el fanatismo de miles, millones de esnobistas que le siguen a golpe de talonario porque alguien un día les dijo que era un genio sin tiempo, único e irrepetible. Y eso se paga. Tanto tienes, tanto vales. Será que soy pobre, lo siento: les detesto.

Si el regreso de José Tomás se hubiese emitido hoy en una cadena de televisión, hoy el mundo de la comunicación hubiese petado. España y el mundo taurino seguirían en vela como aquella noche de vigilia, ahora desde la alegría de ver al héroe regresar al lugar de los hechos. Es sólo la opinión de una periodista de provincias en el dulce exilio taurino, pero es la mía: hoy el mundo, todos aquellos que le admiramos sin fisuras, bien valíamos unos derechos de imagen galácticos para ser testigos del momento, de un pedacito de la historia del siglo XXI. Hoy las cámaras de televisión deberían estar en Aguascalientes, desde Aguascalientes al mundo.

Los dieciséis millones de euros que se calcula generan el regreso del dios de Galapagar se multiplicarían hasta el infinito. Se taparían miles de bocas que claman contra esto. Se cargaría de razones a la televisión pública para retransmitir unos festejos taurinos que se comprometieron a emitir pero que han quedado en una corrida y una encerrona en cuatro años de pasotismo absoluto y tomadura de pelo a todos los aficionados, que nos callamos, decimos amén jesús y acudimos a canales de pago para ver las ferias. Porque somos miles, millones, que mantenemos el silencio de los corderos. Amén, amén.

Siempre he respetado al torero, sus razones, su reivindicación, su pulso contra todo lo establecido. Eso le hace aún más grande a mis ojos. Siempre he admirado su dignidad para alejarse de los mangoneos de los despachos, ese no querer ser carne de cañón para que unos cuantos usureros se forren a costa de sus muslos. Pero José Tomás hoy regresa a Aguascalientes y la plaza tiene un aforo que reventaremos millones de almas y de deseos.

Hoy el mundo del toro pierde una magnífica oportunidad de reivindicarse, de vocearle al mundo que existimos, que somos millones, que miramos al futuro; de celebrar en nuestra vigilia el regreso de un torero sin tiempo, de un genio con el que hemos tenido la infinita suerte de convivir. Eso también es defender la tauromaquia. Y lo necesitamos como el comer, como necesitamos su regreso, el soplo de vida que esta madrugada barrerá la arena del planeta cuando suenen los clarines en Aguascalientes y vivos y muertos se pongan en pie para rendir pleitesía al héroe.

Suerte, MAESTRO.


(La foto, tan rotunda, es de la maravillosa Anya Bartels-Suermondt, que guarda la esencia de su alma en blanco y negro. Esta noche, Rosa Jiménez Cano, nos debes mil y un tuits desde Méjico lindo y querido. Te quiero como siempre, te envidio como nunca)