lunes, 27 de abril de 2009

...Que sabe a Morante


Yo he visto pasar más lento el tiempo. He visto enmudecer al silencio. He conocido un sol envidioso de las filigranas de su vestido. Una luna roneando en azabache la blancura de la seda, el músculo, la carne. He escuchado la música, el cante grande que emana de sus latidos. La imperceptible caricia de sus vuelos sobre las soledades a cielo descubierto. El pulso, la cadencia suave de sus muñecas meciendo a la misma brisa como si fuese una nana muy antigua.

He visto encenderse la arena como una hembra en celo allá donde clava sus zapatillas. Y encelarse también el aire con los misterios de su boca, el mentón hincado sobre el pecho, la sal, los besos, la lengua reseca, el chasquido del miedo enfundado en bordados imposibles, el secreto insondable de sus labios apretados.

He escuchado el quejío de la cintura rompiéndose, cimbreándose como los campos de cereal con el compás bravío que dictan los cuatreños. Las astas blancas pregonando heridas como navajas preñadas de sangre. La melodía que llama a la muerte y danza hasta quebrarla en la seda, hasta consumirla en la franela mientras se vacían los dos, hombre y animal, hasta la extenuación, hasta el último suspiro frente por frente. Ojo por ojo. La espada o la vida. La gloria o la nada.

Es cuando lo decimos casi como un rezo. Morante. Y lo masticamos, lo paladeamos despacito. Mo-ran-te. Pausado, como si no existiese un reloj oprimiendo el paladar, como una saeta en el balcón de abril. MO-RAN-TE. Y resuena su música en los dientes, en las sienes, en la lengua, en las tres sílabas rotundas que conforman ese nombre que es apellido.

Su pueblo, La Puebla. La infancia soñando toros, fraguando, cuajando los primeros lances, los últimos, el principio y el fin, la cuna, la tierra, la sábana. La elegancia gitana y oscura de Rafaé gitano y oscuro en derroche de luz. El perfume de los secretos. La claridad, el gesto indescifrable, el gozo de escribirlo en el papel inédito de mis tripas, desde la tripas. La pureza. La intuición, el soplo al oído de quienes fueron maestros del arte, que no se aprende, que no se dicta, que no se compra, que no se mide en los parámetros de lo conocido. Morante. Lo decimos en voz baja. Y sabe a Morante.

Piensas entonces que ya todo está escrito. Que la improvisación le persigue por las habitaciones cansinas donde esperan sus trajes, sus luces, sus sombras, la soledad, el rezo, el miedo de dentro a fuera cosido al estómago, a los muslos, al pecho. Y quieres escapar, huir del tópico y los lugares comunes para no vulgarizar con la palabra el don, la magia, la emoción, la hondura, la belleza. Y todo sabe a Morante. Despacito. Como un rezo. Como un santuario profano de tasca y veneno, la madrugada a las espaldas, amaneciendo.

Yo he visto pasar más lento el tiempo. He visto enmudecer el silencio y encenderse la arena allá donde pone el pie. He visto torear a Morante. Y cierro los ojos, lo amaso, lo digo, lo mastico, lo paladeo. Casi como un sueño. Morante, que sabe a Morante.

(p.d. La foto, soberbia, es de Ignacio Gil, de ABC (gracias Manon por el apunte). Sabe, también, a Morante)

domingo, 26 de abril de 2009

Uceda, de luto y esperanza


Ahora, que aún no se han apagado los ecos del mano a mano en Sevilla; ahora que todo son comentarios sobre el de la Puebla y el de Salteras, que si los de Victorinos eran chicos, que si las verónicas al quinto, que si tirios, que si troyanos, que si la reventa, que si la Maestranza olvida así sus grandes ausencias...

Ahora que las pasiones se polarizan, ahora que queda el sabor agridulce de una tarde de enorme expectación que devino en detalles y poco más.

Ahora, aunque sea a tiempo pasado, quiero traer a esta página berrenda en colorao una de las gestas de la temporada, que no ha sido encerrarse con seis toros en Madrid, ni disparar la reventa. Que ni siquiera llenó los tendidos, que no tapó el cemento, aunque encogió el corazón de los aficionados que tantas veces nos planteamos si los toreros son de este mundo o están hechos de otra pasta.

El protagonista, José Ignacio Uceda Leal. Torero por los cuatro costados. Torero de Madrid y de los aficionados con gusto. Torero como para vestirse de blanco guardando el luto para su corazón y comparecer en Las Ventas en el mismo día en que su padre estaba de cuerpo presente. Un brindis al cielo, un minuto de silencio que Madrid guardó, cosa rara, con silencio de verdad, no como esos minutos que no llegan ni a los veinte segundos antes de que comience el runrún entre los tendidos.

Toreó con el alma, más que con la muleta. A golpes de latidos huérfanos, con el orgullo y la rabia prendidos en la muleta. Con las entrañas, con los muslos. Con los cojones, con el estómago, con la garganta. Y se dejó prendidas las carnes en el asta, abierta la herida, supongo que en nada comparable a la que le abrasaba por dentro, que no sangra pero es más certera.

Así lo vimos. Con su traje blanco empapado en sangre. Con el torniquete dibujando un luto en su pierna. Con la mirada decidida y una espada tan certera que, de haber sido otro torero, de haber sido una de las figuras de culto que se forjan fuera de las plazas, aún estaría dando que hablar. Dijeron que la oreja fue barata, pero yo sigo pensando que tardes así hacen aún más caro el toreo.

José Ignacio Uceda Leal reaparece el 1 de mayo en Puertollano. Después, Las Ventas, su plaza, abrirá sus puertas por San Isidro. Y entonces, quienes le veamos hacer el paseíllo, sabremos que estamos ante uno de los héroes de la temporada. Y lo seguiremos desde la admiración, la emoción y el respeto.

(La foto, que recoge el minuto de silencio del Domingo de Ramos en Las Ventas, es de Juan Pelegrín)

lunes, 20 de abril de 2009

Sevilla se viste de feria

Sevilla se viste de feria. Feria de abril, rebujitos y farolillos con escasa presencia charra y con los ojos puestos en Javier Valverde, que un año más pisará el albero de La Maestranza precedido de la rúbrica de su toreo forjado al pie de las encinas.

El mundo del toro vive aún la resaca de la Resurrección, los doce centímetros rasgados en las carnes del gran Perera, la respuesta de Tomás en la plaza de Málaga a quienes le excluyen de los carteles y le regatean en los contratos.

Desde esta Salamanca empapada en aguaceros, puedo oler, puedo sentir el cielo abrileño que abraza al Guadalquivir. Las noches de yerbabuena y mantoncillos encendidas en millones de bombillas. El gentío que se agolpa en las puertas de La Maestranza, las tardes de toros y silencios, las flores en el pelo, el albero de la feria pegado a los zapatos, el azahar perfumando las calles –que no, que no es un tópico, ni una leyenda; que Sevilla huele en verdad a azahar en sus noches de primavera– y las expectativas puestas en una feria que es el primer indicador de lo que será la temporada, tras el pistoletazo de Fallas.

Una temporada que, a priori, aparece empañada por las ausencias de los grandes en las grandes ferias, por las luchas intestinas que se fraguan en los despachos, por los tiras y aflojas, euro arriba euro abajo, que siempre repercuten en la sufrida afición, que ni dice ni mú.

Sevilla se viste de feria, clavel en la solapa, puro de consumir lento y comida de postín en las ventas; el rastro del fino pellizcando la lengua, las espuelas del sol picando en lo alto. Santa Justa se convertirá en la antesala taurina con las idas y venidas de los AVE repletos de aficionados que no quieren perderse su tarde de gloria en La Maestranza, su foto en los tendidos que enmarcan el ruedo elíptico y mágico.

Y la cita. El mano a mano, Morante y el Cid, el corazón y la cabeza. La inspiración y el mando, la genialidad y el temple. El runrún, los unos y los otros; los de Manuel Jesús y los de José Antonio; la zurda y la diestra, el sueño y el suelo. El toreo, en definitiva, mirándose de frente desde las dos orillas del mismo agua.