jueves, 25 de marzo de 2010

En el nombre del padre


Tuvo que ser Sevilla, quizá porque en su albero brotan cruces cuando llega la primavera, como pasa en mi tierra, donde hoy mismo Cristo subirá nazareno y oro, como los buenos toreros, hasta la Catedral, para abrir la puerta de los días santos abrazado al madero sin cuestionarlo.

La cara y la cruz, el sacrificio del padre, las imperceptibles espinas en las sienes, el sudor y la lágrima a punto del precipicio, resbalando, doliendo, escapando de tanta piel herida. La emoción en los ojos, el invisible cordón de sangre y corazón entre dos toreros, dos tiempos, dos generaciones. El toreo eterno. Aromas del árbol cuajado de frutos, árbol en flor que resucita cada primavera cuando hunde sus raíces en el albarizo.

En el nombre del padre.

La ternura en los dedos que separan el postizo como quien arranca un corazón latiendo sin poder remediarlo, como quien separa una isla de la tierra y la deja perdida en medio de la nada, en medio del mar, entre la tierra y un dios ausente. Pelo en los dedos que no duele, el corazón sangrando entre los dedos, los tendidos rugiendo conmoción y respeto, incrédulos, ensimismados, en el instante de silencio que precede a la locura. Lágrimas de sal y bronce mediterráneo, el mar más allá, beso sin labios, adiós sin lengua húmeda en el viento.

Un torero vestido de luces, un torero vestido de paisano, por testigo el cielo y el bramido enmudecido en las gargantas, esperando para ser clamor, llave que abre todos los cerrojos. La pasión según los hombres en el epílogo de la Pasión, el azahar perfumando la despedida esperando nuevos abriles con pies desnudos en las calles y cirios consumiéndose de puro amor.

Tuvo que ser en Sevilla, quizá porque porque también allí muere y resucita Dios, hombre entre los hombres, abriendo de par en par la puerta grande de la alegría, poniéndose en pie sobre el dolor, ascendiendo a la gloria con los machos apretados en la Cruz, con los pies clavados en el mar, que es el Guadalquivir o es el Duero, agua que vuelve siempre al agua. En los tendidos quebrados, rotos en palmas, olía a fruta fresca, al beso primero que siempre sabe a manzana recién cortada, cosecha eterna en el árbol que a sus raíces siempre venera.

En el nombre del Hijo.


(p.d. No recuerdo quién es el autor de esta fotografía, que guardo como un tesoro, pero siempre supe que se me quedaron dentro las palabras que entonces no escribí)

martes, 16 de marzo de 2010

No te calles, David


Nunca me había parado a pensar que la sociedad podría llegar a dividirse en taurina o no taurina, o que los toros serían objeto de debate en un parlamento autonómico que tiene prioridades mucho más acuciantes para los ciudadanos que resolver. Pero siempre me han dado pavor las mordazas, los tijeretazos, los remiendos entre líneas, los decretazos de silencio, las imposiciones de criterios. Y me rebelo, porque quiero pensar que en este país donde vivimos cabemos todos, izquierdas y derechas, taurinos y no taurinos, tirios y troyanos. Y que cada cual que aguante su vela, y Dios en casa de todos.

En lo político, en lo religioso, en lo civil, en lo cotidiano, la libertad de cada cual para pensar y para defender su pensamiento me parece un arma tan cargada de futuro como la propia poesía; un ejercicio tan sano, que dejarlo de practicar perjudica seriamente la sociedad que me gustaría dejarle a los que vengan detrás. Si no, las calles serían cárceles; los cielos, techos; el horizonte, una verja; los dientes, una mazmorra; las gargantas, un pozo seco.

Quizá porque somos hijos de la democracia, hijos de la libertad de expresión y de la pluralidad, la palabra 'censura' nos trae tintes oscuros de un tiempo que yo no conocí, de un pensamiento único, de unos parámetros impuestos donde no era posible salirse del tiesto, donde el que no pasaba por el aro se quedaba fuera para siempre. Pero a nosotros nos educaron en la igualdad, en la tolerancia y el respeto.

Por eso no entiendo que a David Valderrama -de quien ideológicamente estoy en las antípodas, pero al que valoro enormemente como un tío que se viste por los pies- le hayan censurado esta columna, 'Yo no', en el periódico 'Carrión', de Palencia, cuando es el rinconcito donde acuden los aficionados, hastiados del ataque indiscriminado de los medios contra todo el orbe taurino; del taurineo oficial y corrupto, y de que los toros sean portada cuando hay sangre de por medio, morbazo o pose de figurín. Estemos de acuerdo o no lo estemos, la libertad consiste en no apagar la voz de quien la levanta para expresar sus opiniones y que nosotros tengamos esa misma libertad para rebatirlas. Si no, poco hemos aprendido con el rodaje de esta democracia de la que presumimos.

Por un día dejo aparcada la poesía y presto este pequeño soporte berrendo en colorao a la palabra de David, como si fuese el pliego de papel que en su tierra palentina le han negado. Que sin argumentos, sin ideas, sin claridad, sin valentía, sin honestidad, sin coherencia, sin pellizco, sólo es eso: papel, y nada más.

Y tú, amigo, nunca te calles.

(P.d. La fotografía la he tomado de este enlace)

viernes, 5 de marzo de 2010

Rafaé


Chocolate amargo y dulce, puro, negro, generoso, esencia, perfume. El toreo en las palmas de las manos, como las líneas de la vida, y del corazón, y de la mente. La belleza. La belleza en la palma de las manos. La palabra. La palabra en la palma de las manos, ascendiendo, revoleando el aire y el humo del tabaco.

El prodigio del capote sorteando a los mismos vientos. Jaleos y palmas, saeta y soleá, el compás invisible, embrujando, seduciendo, esculpiendo en una peana de albero lo eterno sobre el instante. Imponente, inexplicable, indescifrable. Rafael de Paula en majestad.

Las torres, los campanarios, la canícula sobre los empedrados. El mar atlántico que se adivina más allá, al sur del sur; el barrio de Santiago, gitano de herencia, soles y lunas, la bulería entre las sábanas, el flamenco en carne viva, a dolor vivo, a viva alegría, los geranios en los balcones, la hierbabuena en el puchero, la luz encalada sobre las puertas. Jerez se calla entera. Jerez se hace la cruz en el pecho cuando entra Paula en la plaza y corre su nombre por los tendidos como una oración que musitan miles de gargantas, como si la arena fuese incienso, templo, círculo donde revolotean las golondrinas con la primavera cosida en las alas. Fandango y verso.

Tu nombre, Rafaé. Tu nombre. Silencio y murmullo. Ha venido el maestro.

La elegancia, la reverencia, el genio. El cielo y el abismo, los machos prietos, el hechizo. Rafaé abriéndose con la seda, desangrándose sin sangre, abriéndose de carnes, de alma, sosteniendo el infinito en sus muñecas como un coloso sobre piernas de barro y brazos de pétalos y acero. El misterio insondable de su trazo perfecto, sin teoremas ni escuela, nacido de las tripas y del latido, amarrado a la tierra por un par de zapatillas sin suela, desatando el cielo con la yema de los dedos.

Rafaé como un prodigio, el aura de luces negro y azabache, las sombras en la frente, como una corona de espinas, el sol en las sienes como una guirnalda de gloria. El mundo en los ojos deteniendo en corto el tiempo cuando se abre la puerta de chiqueros. El azahar y los naranjos, las barricas durmiendo vinos dorados y secos, la sal y el agua, la cintura rota, la voz rota, la hondura del cántico según la tierra. La caricia de Dios en sus dedos, que sobrevuelan como palomas el gesto grave, sabio, hermoso; que urden la profundidad del lance como excavado en las propias entrañas, pañuelo de verónicas apócrifas sobre el rostro divino de la verdad sin aderezos.

Nunca antes nadie. Nunca nadie después. Nunca nadie así.

Rafaé. Redondo, rotundo, mágico.