
Yo he visto pasar más lento el tiempo. He visto enmudecer al silencio. He conocido un sol envidioso de las filigranas de su vestido. Una luna roneando en azabache la blancura de la seda, el músculo, la carne. He escuchado la música, el cante grande que emana de sus latidos. La imperceptible caricia de sus vuelos sobre las soledades a cielo descubierto. El pulso, la cadencia suave de sus muñecas meciendo a la misma brisa como si fuese una nana muy antigua.
He visto encenderse la arena como una hembra en celo allá donde clava sus zapatillas. Y encelarse también el aire con los misterios de su boca, el mentón hincado sobre el pecho, la sal, los besos, la lengua reseca, el chasquido del miedo enfundado en bordados imposibles, el secreto insondable de sus labios apretados.
He escuchado el quejío de la cintura rompiéndose, cimbreándose como los campos de cereal con el compás bravío que dictan los cuatreños. Las astas blancas pregonando heridas como navajas preñadas de sangre. La melodía que llama a la muerte y danza hasta quebrarla en la seda, hasta consumirla en la franela mientras se vacían los dos, hombre y animal, hasta la extenuación, hasta el último suspiro frente por frente. Ojo por ojo. La espada o la vida. La gloria o la nada.
Es cuando lo decimos casi como un rezo. Morante. Y lo masticamos, lo paladeamos despacito. Mo-ran-te. Pausado, como si no existiese un reloj oprimiendo el paladar, como una saeta en el balcón de abril. MO-RAN-TE. Y resuena su música en los dientes, en las sienes, en la lengua, en las tres sílabas rotundas que conforman ese nombre que es apellido.
Su pueblo, La Puebla. La infancia soñando toros, fraguando, cuajando los primeros lances, los últimos, el principio y el fin, la cuna, la tierra, la sábana. La elegancia gitana y oscura de Rafaé gitano y oscuro en derroche de luz. El perfume de los secretos. La claridad, el gesto indescifrable, el gozo de escribirlo en el papel inédito de mis tripas, desde la tripas. La pureza. La intuición, el soplo al oído de quienes fueron maestros del arte, que no se aprende, que no se dicta, que no se compra, que no se mide en los parámetros de lo conocido. Morante. Lo decimos en voz baja. Y sabe a Morante.
Piensas entonces que ya todo está escrito. Que la improvisación le persigue por las habitaciones cansinas donde esperan sus trajes, sus luces, sus sombras, la soledad, el rezo, el miedo de dentro a fuera cosido al estómago, a los muslos, al pecho. Y quieres escapar, huir del tópico y los lugares comunes para no vulgarizar con la palabra el don, la magia, la emoción, la hondura, la belleza. Y todo sabe a Morante. Despacito. Como un rezo. Como un santuario profano de tasca y veneno, la madrugada a las espaldas, amaneciendo.
Yo he visto pasar más lento el tiempo. He visto enmudecer el silencio y encenderse la arena allá donde pone el pie. He visto torear a Morante. Y cierro los ojos, lo amaso, lo digo, lo mastico, lo paladeo. Casi como un sueño. Morante, que sabe a Morante.
(p.d. La foto, soberbia, es de Ignacio Gil, de ABC (gracias Manon por el apunte). Sabe, también, a Morante)