sábado, 14 de enero de 2012

Tú, Julio Robles, siempre permaneces

Cada 14 de enero celebramos la vida, como si nunca hubiese una fecha para la muerte. Como si no hubiese sido invierno y catafalco aquel 14 de enero de rezos hacia adentro, como se reza en las capillas de las plazas, en la antesala de la vida o de la muerte.

Como si no hubiesen sido susurros los que abrasaban las gargantas, lejos de los 'runrún' jubilosos que corren boca a boca en tardes de expectación, en tardes de prodigio. Pero era enero y las palabras no quemaban, aunque abrían heridas en los labios, nombres grabándose a fuego en la lengua. Julio Robles que estás en los cielos.

Era enero. Los tendidos de La Glorieta llenos de nadie y ventisca, del frío recio que modela a su imagen y semejanza a los hombres que hunden sus raíces en esta tierra tan dura siempre, tan generosa a veces, tan mágica en su desnudez de todo. Hombres con piel de roble y corazón de encina, que nunca se esconde, que siempre cobija el paisaje de la dehesa, la sombra sobre el surco, la soledad de la sierra.

Hubo un 14 de enero hace once años en que Julio Robles cerraba sus ojos al mundo para abrirle los brazos a la eternidad. Libre de la silla metálica, ese potro maldito que le ataba a la tierra desde aquel día 13 del año 90 en Béziers, cuando un toro de agosto le volteó la vida a cara o cruz. Y salió cruz, como la cruz de un Nazareno sin vía crucis ni estaciones.

Y ahí, en la arena, se nos moría el torero, que sólo muere en las astas del toro, inmolándose, dándose entero. A Julio Robles lo mató un toro. Que nadie diga lo contrario. Después, se nos revelaba el hombre, sometiendo aquellos días sin médula, aquellas noches sin alma, cuando las piernas no pesaban y resucitaba en cada sueño meciendo a los vientos en su capote templado, la elegancia de las formas, aquellas maneras que daban ganas de persignarse, como cuando mojamos los dedos en agua bendecida y nos postramos ante lo que nos desborda.

Dibujando primores, en pie, alto y enjuto como una figura del Greco, como un junco al pie del agua, que nunca de doblega. Escribiendo tu nombre de verano en la arena. Julio. Asomándote al infinito por verónicas, mostrándonos dónde termina lo que nunca termina.

Y después, domeñando los días mansos, creciendo hasta el infinito, rozando casi el cielo antes de partir aquel enero, todos los eneros, tanta serenidad, tanta lección de vida. ¡Qué orgullo, maestro, haberte compartido!

Hoy Salamanca ponía flores de invierno bajo tus pies de bronce, hojas de laurel en la peana. La memoria del héroe. Pero tú, Julio Robles, siempre permaneces.

Grande, eterno, sometiendo este viento, este frío de enero, este vacío sin nombre.


(Siempre te admiro, torero. Y siempre te echo de menos. Un beso desde la tierra)


(La fotografía, preciosa, es de El Mundo. Salamanca poniendo flores de invierno bajo sus pies de bronce)

2 comentarios:

BICHICOMA dijo...

Le elegancia en el porte y en el capote, la sobriedad salmantina y, por qué no, castellana. No fue S.M. -Su Majestad, pues no se llamaba ni Santiago ni Martín- fue majestad de todos y, sobre todo, una buena persona.
Ana, muy bonito el obituario (parece que fue ayer cuando desapareció).

sentimientos y locuras dijo...

Como siempre Maestra, me dejas sin palabras. Eres una fenomena!!!! Ole tu y tu pluma!!!!