jueves, 30 de agosto de 2012

Manolete, vertical sobre la muerte

La muerte sobrevino de madrugada, como todo lo que no hace ruido. A las cinco, tendido de penumbra. Sin luna, sin alba, como si no fuera a salir el sol después, ni ya nunca. Pero la muerte estaba escrita en la arena de Linares, en la piel negra del toro de Zahariche, en aquel pitón certero, encontronazo de muertes en la hora de la espada.


La muerte iba bordada en palo de rosa, en el hierro de Miura, en aquel agosto de Linares que derretía cualquier esperanza contra la cal de las fachadas, contra la canícula de los empedrados, de las tardes sin tregua.

Después, sólo la sábana. Y el silencio. Ese silencio que impone la muerte junto a la almohada, el olor sin alma de los hospitales. Y el lamento de Lupe, hondo como la tierra cuando revienta, ahí al lado, con la pared de por medio como un muro dividiendo en dos todo lo creado. Amor mío. Vida mía.

La claridad amañando el día mientras España imprimía en letras grandes, negras, la muerte. El nombre, las cuatro sílabas del torero más grande de todos los tiempos: Manolete. El héroe muerto en Linares, como si se quebrase el mundo, Córdoba tan lejos. El hombre muerto como un Cristo Yacente sobre lo blanco. El escalofrío en la memoria del pueblo, que es la única memoria histórica que conozco. La muerte de boca en boca, la muerte en las barras de las tascas, en los portales, sobre el papel, en la calle, en el mercado, en los cromos infantiles de aquellos niños de Postguerra. Dice mi padre que el más difícil de conseguir era el de la cornada. Muerte. Y aquel nombre haciéndose inmenso a fuerza de no desgastarse. Manolete. Manolete muerto. Muerto, muerto. Muerto.

La muerte en la lengua de todos, ya para siempre. Manolete al otro lado de la vida, tan por encima, con la muerte a las espaldas, en las muñecas, en la cintura. Así lo contaba mi tío Paco, testigo de excepción del día que España se moría en Linares, presente en el callejón aquella tarde, por cuya boca escuché de primerísima mano cuanto allí aconteció. Aquella muerte disfrazada de prisas y nervios, aquella muerte disfrazada de esperanza sin espera, ya sin tiempo. El héroe enjuto, el alma afilada, la elegancia vertical de una muleta donde lo natural se hacía cierto, donde las leyes se desvanecían en un orden nuevo de las cosas. Y aquel viaje sin destino. El precipicio en el vientre de la madre, desandando kilómetros en la madrugada para acunar como una Virgen de Angustias al hijo ya muerto en el regazo, recién descendido de la cruz sin sangre de un tabacazo en la femoral. El último cigarro. La última bocanada sin besos.

Aprendimos su nombre en el viento, por las mismas lenguas que decían muerte cuando empezaba la vida para siempre. Manolete. Nunca lo vimos torear, pero lo recitamos como una letanía contra los siglos; aprendimos a recorrer su nariz aguileña, su perfil de macho de otro tiempo, los párpados lánguidos, el mentón hiriente en su gravedad. Su silueta vertical imponiéndose frente al mundo citándolo como un junco erigido en medio de la nada. Intocable, inalcanzable. Manolete.

La eternidad vino de madrugada, como todo lo que no hace ruido. Sin anunciarse, rosa palo y amanecer ya siempre. A las cinco, tendido de luz en ciernes, memoria y milagro. Manolete en el ruedo, vertical; erguido como los pilares de la tierra.

Inquebrantable, en pie sobre la muerte, trascendiendo a su propia leyenda. Manolete inmortal, ya siempre, de Linares a la gloria, así pase el tiempo.


(La columna está publicada en Cultoro)

3 comentarios:

alma dijo...

Perfectas tus letras para "mi torero"...
Lo he leído y re-leído...

Un abrazo.

Gil de O. dijo...

Berrenda, otra vez has tocado en lo profundo de mis sentires.
Nos has usado el tópico de "mito", tan manido por todos aquellos que usaron su nombre para convertirlo en producto, contra lo que lucho. Y todo, porque no llegaron a sentirlo, ni desde el tendido ni desde la leyenda, que es la más fiel de las referencias que de él tenemos.
Yo, que tan solo con leer su nombre, con oír su nombre, se me reaprieta la garganta, hoy has hecho que una lágrima rodara mis mejillas. En mi casa apenas si se le nombraba, por qué solo llorarlo sabíamos. Hoy, ya te digo, con tu lectura me ha vuelto pasar.
Gracias por esa lírica, que no se consigue como no haya detrás un motivo.

Saludos de Gil de O.

Ana Pedrero dijo...

Gil de O: con que un sólo lector me lea como tú me lees, me doy por compensada cada día que escribo. Motivos para escribir sobre Manolete, sobre esa leyenda que trasciende y que nos sobrevive, hay miles.

Gracias a los dos. Un beso.