A Castaño, de tanta sequía, de tanta
sombra, la madera se le volvió de roble. Fuerte como un roble. Tanto, que se
encerró con seis de Miura y salió
tocando el cielo del coliseo romano de Nimes, donde hace siglos los hombres se
batían contra los hombres para salvar o para perder la vida, gladiadores contra
gladiadores, cara o cruz.
Fuerte como un
roble. Fuerte hasta el punto de medirse con los más fuertes tarde tras tarde.
Los hierros más duros, los nombres de la leyenda, esos que algunos pronuncian
con miedo, esos que otros no quieren ni ver. Fuerte. Fuerte hasta el punto de
hacer de su cuerpo un mapa de cornadas y contusiones y volver a ponerse en pie
para seguir sumando tardes sin volver la cara, sin dejar en blanco tardes
marcadas en seda y oro en su calendario. Ni un paso atrás. Por los días de
sequía y de sombra. Por aquellos días que le volvieron la madera de roble,
sin enmendarse, vertical.
Fuerte como un
roble y generoso como los árboles que dan fruta sin importarle quién quiera
calmar su hambre a mordiscos. Generoso con la estirpe del toro, luciendo su
galope cuando va al caballo, recuperando lo que siempre fue la suerte de varas,
allá donde se medía sin simulacros la bravura, el empuje, los riñones
apretados, las ganas de más pelea cuanta más pelea encuentra, creciendo cuanto
más crece el castigo. Generoso donde los demás son cicateros. Cuadrilla de oro
de hombres de plata, plata de ley, a ley, las plazas en pie, la ovación a los
que siempre quedan en la trastienda.
A Castaño de tanta sequía, de tanta
sombra, la madera se le volvió de roble. De una sola pieza, inquebrantable.
Entero, íntegro, masticando despacito los días de triunfo después de apretar
los dientes contra el polvo sin morderlo y crecer, madurar en el silencio, en
los días de olvido y soledades, que son necesarios para conocer después la
alegría y la gloria, para separar el grano de la paja, los palmeros de los
amigos, los que siempre estuvieron de los que se suben al carro de los caballos
ganadores.
Castaño se hizo
fuerte como un roble. Y se mide con los más fuertes, con toreros que tienen
madera de torero, madera fuerte de roble que no se astilla entre las astas de
los más fieros. Y si se astilla, se recompone. Y sigue creciendo, sin sombra y
sin sequía, de poder a poder, con los pies clavados en la tierra, que es donde
hunden las zapatillas los hombres cabales, los que de cuando en cuando rozan lo
alto y saben de su valor porque también han apretado los puños llenos de arena.
Como un roble de raíces profundas que roza con sus hojas altivas la frágil
línea donde comienza el cielo.
(Artículo publicado hoy en la revista Lances, que se entrega en La Glorieta. La foto es de la mirada mágica de Juan Pelegrín)
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