Hay nombres que antes de escribirlos dan ganas de persignarse, como si necesitásemos agua bendita en los labios para no mancharlos, para que sean siempre viento. Nombres que dan ganas de limpiar el teclado antes de engarzar sus sílabas. Nombres que no sabes si pronunciarlos o rezar un Credo, porque son más verdad que todas las Biblias, más eternos que todos los dioses.
Hay nombres tan grandes que piensas que no caben en la pantalla del ordenador, sólo en el infinito, el pecho por delante en el viaje bravo de un toro blanco de Osborne, en un manifiesto del temple redactado con la mano izquierda; la más noble, porque no se ayuda con la espada. Nombres con un mechón blanco sobre la frente como una bandera proclamando soberanía sobre lo creado. Nombres que susurran a los bravos, los huesos como el cristal. Nombres de seda, muñecas de seda, lila y oro, que encierran todos los nombres, toda la historia del toreo . Y cuando los pronuncias es como si el mismo aire te acariciase, como si invocases algo más allá de la vida, más allá de la razón, más allá del pulso y de los latidos.
El maestro Antonio Chenel, Antoñete, ha muerto hace unas horas en una clínica de Madrid. De un tacabazo, en sentido estricto. Un tabacazo que no tenía apariencia de cornada, ni carnes abiertas, ni el precipicio de la vida en el instante, ni sangre a borbotones sobre la sábana. Es lo que tiene haberse fumado el mundo; liarse la vida en papel de fumar, apurarla y devolverla al viento. Vivir.
Antoñete sólo se podía morir de un tacabazo, en torero. Tan torero. Tan para siempre. Nada de cánceres, ni de enfisemas ni otros vocablos que se localizan en la geografía del pulmón, el corazón tan cerca. Mi corazón tan roto, Madrid tan huérfana, reconstruyendo un templo en ladrillo rojo, memoria y despedida. El penúltimo paseíllo, apuntando a lo alto. Su plaza, su casa. La primera escuela de un niño que se asomaba al toro, que soñaba el toro. Un templo para un adiós de mano baja, sin letanías ni incienso, sobre la arena, de pie, en vertical, como se van los toreros eternos, la garganta rota, el capote anudado a la espalda, la inmensa generosidad con el toro. Tan torero. Tanto.
Antonio Chenel ha desandado hoy todos sus años en la tierra, tan leve.
Dios guarde al maestro Antoñete, que abre hoy la puerta de la gloria.
(Te abrazo, Rosa)
sábado, 22 de octubre de 2011
Chenel, por la puerta de la gloria
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4 comentarios:
Chenel el breve, el escueto, el rentable. Lacónico en el verbo, largo, muy largo de izquierda mano. Hondo como un pozo de sabiduría, afilado como una calada a un Ducados. Eficaz con los trastos de la lidia como ninguno, jamás regateó un embroque, nunca desperdició un muletazo. Enamorado de negros listones, le vi estoquear un colorao en su despedida gallega que aun corre por mis escasas neuronas. Un tío que superaba la romana de una plaza de segunda. San Pedro guarda las llaves del chiquero divino, donde entran los indultados. Salve, Chenel, ¡torerazo!
Ole, amiga. Torera.
Mechón de sabiduría. A caballo y con buen güisqui se bebió la vida y medias verónicas nos deleitaron..
Grandes palabras Niña Mashuca, grandes
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