Llovía. Diluviaba en Burgos aquel 29 de junio de 1997, fiesta de San Pedro por más señas, las compuertas del cielo abiertas, las llaves derrotadas de tanta clausura.
Llovía agua bendita de bautizo, faldones de seda prieta, blanco y oro, para Morante de la Puebla. Recuerdo el agua bajando por los tendidos como una tormenta de verano, buscando su salida natural al callejón por los aliviaderos de barrera, el bolso casi flotando en el suelo como un barco sin velas, la ropa como un trapo, el pelo empapado, la piel empapada, Rincón cediendo los trastos, Cepeda el mentón también hincado asintiendo; su capote acariciando, aguas del Guadalquivir en el ruedo.
Como un milagro surgido del agua, llovían promesas y sueños. Morante oficiando la primera liturgia, apuntando las direcciones de los dioses en su agenda de bolsillo para llamarlos de tú a tú. Y así los convoca, madurado en sombras y dolores, tan resplandeciente, tan claro, tan inmenso desde su capote a la boca de riego, allá donde dos medias son eternas después de las eternas verónicas; allá donde brota el agua que no desciende del cielo, que asciende de la tierra para volver a ser tierra mojada, derroche y bendiciones, chicuelinas ceñidas al cuerpo como una hembra colmada después de haber amado.
Morante de agua y sal, Morante fumándose el tiempo como si el tiempo mismo anduviese liado en un habano prendido a sus labios, tabaco de quemar aliñado con sus silencios. Morante llorando hacia adentro la verdad de sus carnes, confesando pecados y gloria a los dobladillos de la camisa, vaciándose en la tarde en que Madrid quedó rota por bulerías de tierra adentro.
Madrid entregada como una hembra en celo, Madrid en pie resonando jaleos, resucitando la magia, de Madrid a la nada, de Madrid al cielo. De Morante al cielo, 21 de mayo, el sol en lo alto, las lágrimas, el agua y la sal, veintitresmil almas danzando el asombro, sostenidas en sus muñecas sin apenas peso, tan leves, despojadas del plomo de sus veredictos.
Llovía. Diluviaba agua bendita aquel 29 de junio en Burgos, faldón de seda prieto, blanco y oro, la promesa, primera página bisoña de la grandeza de un torero, el azahar prendido a los muslos, la herida que no cesa rompiendo el viento. De Madrid al cielo, Morante. De Morante al cielo.
(La foto, una vez más, es de la magistral cámara de Juan Pelegrín)